“Salte de la Vía y vente a la Primavera”, leí a principios de agosto en una invitación de Cámara Rodante sin imaginar que la frase sería el gusanito que roería mi afición al pavimento y los baches. La idea me atrajo desde un principio, pero no tanto como para romper la rutina dominical, hasta que martes 9 de agosto, en la presentación de “La revolución de las mariposas” de Oscar Patsí, me encontré con Carlos Ibarra y luego luego echó aceitito a mi indiferencia y me animó a rodar como novato. Con eso bastaba, una buena dosis de excelente incitación. Y así fui encaminando la semana, y el viernes compré los guantes, un tornillo, hice una revisada a La Venada, cerré el día con unas cervezas con mi mujer (como debe ser cada día de Venus), y confirmé por mensaje que iría, que allí nos veríamos el domingo, en Los Postes. El sábado fue día de compras de víveres, de pasarla tranquilo y acostarse temprano. Me dormí leyendo un libro de vertiginosas tragedias que se sucedían una tras otra (un maremoto en Lisboa, naufragios, guerras, mutilaciones), caí en el sueño a profundidad, aunque me desperté como a las tres, volví a dormir y estuve intermitente cada hora para ver el reloj y que no se me fuera el amanecer del domingo. Chispeaba, pero como suelen ser esos periodos de entresueños, donde no acaba uno de despertar, vinieron a mí imágenes de deslaves, de movimientos de tierra, de lluvia inclemente. Incluso, imaginaba a un grupo de ciclistas arrastrado por una crecida en el bosque. Casi como un tsunami. ¿Un tsunami en la Primavera?
A las siete me paré de golpe y preparé un sangüichito, eché a la mochila una manzana y dos botellas de agua, y me dirigí en el rinoceronte (así los llamó Patsí) hacia el bosque. En cuanto pasé López Mateos comencé a ver otros vehículos con sus bicicletas en ancas, enfilándose. Me alegré cuando constaté que se dirigían al mismo punto que yo (aún quedaban las brumas de mis malos sueños). Llegué entre la neblina al aparcadero de Los Postes y no fue difícil ubicar al grupo, pues allí andaba mi amigo fotógrafo dando informaciones y haciendo preguntas, alegrándose de la presencia de unos y de otros, coordinándose con éste y con aquél. Con apreciable camaradería se juntó el núcleo central y sin distingos de viejos y nuevos nos convocaron a atender sus instrucciones. Nos dividimos en tres, uno partiría de avanzada y los seguirían dos grupos de novatos.
A pedalear. Y a fisgonear las estrellas de los otros para ver los cambios; cambiar sobre la marcha, sin ritmo, forzando los mecanismos y la cadena; pedalear sin ton ni son, un tanto a lo bruto, para constatar no sólo la carencia de condición sino la falta de concentración, perseverancia y paciencia. Esa subida de tres y medio (que en realidad fueron cien kilómetros de novatez) fue una prueba de fuego. Quizá les dé risa, pero entre la cuarta o quinta parada para resollar pensé en regresar de inmediato. En eso estaba, cuando alguien se acerca y me dice: “¿Todo bien? Ánimo, falta poco”. Pedaleo con tantita fuerza y veo a lo lejos los casquitos de mis compañeros y el letrero del Ocho y Medio dándome la bienvenida al bosque. Un verdadero bautizo de sudor.
Al ratito nos escabullimos por la ruta marcada, después de unas instrucciones muy básicas y sinceras. Enfilados, tomando la distancia y el pulso nos fuimos adentrando, pedaleando.
Y así, dudando y haciendo peripecia y media fuimos deslizándonos por los caminos que se angostaban, por los túneles que se abrían y cerraban, por desniveles que se hacían abismos que obligadamente había que sortear con más intuición que pericia. Ora hay que subir y subir, ahora subir y bajar, y subir y ahora bajar más fuerte. Allí en las bajadas volvió en mí un gozo inefable de mi infancia, en plena comunión con la naturaleza. Hubo momento de absoluto silencio en el bosque, donde sólo la bicicleta, las piedras y yo nos acariciábamos al mismo compás.
En un promontorio de Las Moscas una compañera y yo nos encontramos a Carlos, que nos vio agotados y nos dio unas barritas de cereal. A mí me dio cuerda para llegar a El Árbol y alegrarme con la compañía de los cincuenta o más verdaderos compañeros que rodaron esa mañana. Al llegar allí, caras de satisfacción, de orgullo, de cierto pesar, quizá, en los más agotados, pero de clara alegría en todos. Los novatos, me atrevo a hablar por la mayoría, nos sentimos muy bien recibidos y atendidos por todos los ciclistas de Cámara Rodante.
La alegría del descanso en El Árbol nos alentó a bajar a toda prisa por el camino: creo que desde chico en la bajada de Tonalá no experimentaba la velocidad como esa mañana. Con enorme gusto y satisfacción bajé la tremenda cuesta que horas antes me había puesto a prueba. Al pasar la entrada vi a los amigos despidiéndose con el mismo ánimo del comienzo. Mi indecisión, los tsunamis imaginarios y hasta el fragor de la subida quedaron como una cosa del pasado, porque mi sonrisa de satisfacción y las invitaciones de los colegas para regresar el próximo domingo fueron tan avasalladoras como una gran oleada de amistad y compañerismo.
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Felipe Ponce
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CAMARA RODANTE
COLECTIVO
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- Somos un grupo de amigos amantes a la fotografía y a la bicicleta, de ahí el nombre de este blog. Cada domingo vamos a pedalear por diferentes rumbos de la ciudad y fuera de la misma. Hacemos tanto ciclismo de montaña, ciclismo urbano y biciturismo. Con esto queremos fomentar el uso de la bicicleta como una herramienta viable de movilidad, de salud y de diversión. ¡¡¡Animate a rodar con nosotros, saca tu bici a pasear!!! Escríbenos a camararodante@hotmail.com
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