COLECTIVO

Guadalajara, Jalisco, Mexico
Somos un grupo de amigos amantes a la fotografía y a la bicicleta, de ahí el nombre de este blog. Cada domingo vamos a pedalear por diferentes rumbos de la ciudad y fuera de la misma. Hacemos tanto ciclismo de montaña, ciclismo urbano y biciturismo. Con esto queremos fomentar el uso de la bicicleta como una herramienta viable de movilidad, de salud y de diversión. ¡¡¡Animate a rodar con nosotros, saca tu bici a pasear!!! Escríbenos a camararodante@hotmail.com

jueves, 7 de noviembre de 2013

LA BICICLETA DEL ALBERT CAMUS, EN EL RELATO "LOS MUDOS". A 100 AÑOS DE SU NATALICIO


Hoy se conmemora el 100 aniversario del natalicio de Albert Camus, escritor francés, y lo recordamos con una pequeña novela llamada "Los Mudos" y en donde aparece en escena la bicicleta. Dicha novela está dentro del compendio de otros 5 relatos reunidos en un libro llamado EL EXILIO Y EL REINO y que fue publicado en el mismo año en que Camus recibió el Premio Nobel de Literatura (1957).

Albert Camus murió en un accidente automovilístico el 4 de Junio de 1960, que curiosamente un día antes declaró: "No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto", refiriéndose  a  la muerte del ciclista  Fausto Coopi y que por error algunos diarios europeos habían dicho que murió de esa forma.  


LOS MUDOS

Era el pleno invierno y, sin embargo, se anuncíaba una mañana radiante en la ciudad ya activa. En el ex-tremo de la escollera, el mar y el cielo se confundían en un mismo resplandor. No obstante, Yvars no los veía. Pedaleaba pesadamente por las avenidas del puerto. Su pierna inválida descansaba inmóvil sobre el pedal fijo de la bicicleta, mientras la otra se esforzaba en vencer a los adoquines, aún mojados por la humedad nocturna. Sin levantar la cabeza, frágil sobre su sillín, evitaba los rieles del antiguo tranvía, se desviaba a un lado con un brusco movimiento del manillar para dejar paso a los automóviles que se le adelantaban y, de vez en cuando, con el codo echaba hacía atrás, sobre sus riñones, la mochila en la que Fernande le había metido el almuerzo. Pensaba entonces amargamente en el contenido de la mochila. Entre las dos gruesas rebanadas de pan, en lugar de la tortilla a la española que tanto a él le gustaba o el filete frito, no había mas que un trozo de queso.
Nunca le había parecido tan largo el camino hasta el taller. Es que iba envejeciendo. A los cuarenta años, y aunque hubiera permanecido seco como un sarmiento de viña, los músculos no entran en calor tan rápidamente. A veces, al leer las crónicas deportivas, en las que se llamaba veterano a un atleta de treinta arios, se encogía de hombros. <> A los treinta años se empieza ya imperceptiblemente a perder el aliento. A los cuarenta no se es un carcamal, no, pero ya se está preparando uno para serlo desde lejos, con un poco de anticipación. ¿No sería por eso, por lo que desde hacía ya algún tiempo no miraba al mar durante el trayecto que recorría hasta el otro extremo de la ciudad, donde estaba la fabrica de toneles? Cuando tenía veinte años no se cansaba de contemplarlo; el mar le prometía un fin de semana feliz en la playa. A pesar de su cojera, o precisamente a causa de ella, siempre le había gustado la natación. Luego pasaron los años, se casó con Fernande, nació el chico y para vivir tuvo que hacer horas extraordinarias los sábados en la tonelería, y chapuzas en casas particulares los domingos. Poco a poco había perdido la costumbre de aquellas jornadas violentas que le sacíaban. El agua profunda y clara, el sol ,fuerte, las, muchachas, la vida física, no había otra clase de felicidad en su país, Y esa felicidad pasaba con la juventud. A Yvars continuaba gustándole el mar, pero solo al caer el día, cuando las aguas de la bahía se oscurecían un poco. Era apacible y agradable el momento que pasaba en la terraza de su casa, donde se sentaba después del trabajo, contento con su camisa limpia que Femande sabia planchar tan bien, y con el vasito de anís coronado de vaho. Entonces caía la tarde, una breve suavidad aparecía en el cielo y los vecinos que hablaban con Yvars bajaban de pronto la voz. En tales momentos, no sabía si era feliz o si tenía ganas de llorar. Por lo menos estaba en paz en esos momentos, no tenía otra cosa que si no esperar, tranquilamente, sin saber demasiado qué esperaba.
Por las mañanas, cuando iba al trabajo, en cambio, ya no le gustaba mirar al mar, siempre fiel a la cita, y que solo volvería a ver por la tarde. Aquella mañana rodaba, con la cabeza gacha, mas pesadamente aun que de costumbre; el corazón también le pesaba. La noche anterior, cuando volvió de la reunión y anuncié a Fernande que tornarían al trabajo, ella había dicho, alegre:
—Entonces, ¿el patrón os sube el sueldo?
El patrón no les subía el sueldo; la huelga había fracasado. Debían reconocer que no habían llevado con mucho tino el asunto. Era una huelga suscitada por la rabia y el sindicato había tenido razón en apoyarlos tibiamente. Además, quince obreros no eran gran cosa; el sindicato tenía en cuenta el caso de otras fábricas de toneles que no habían ido a la huelga. No se les podía reprochar demasiado. La industria tonelera, amenazada por la construcción de barcos y de camiones cisternas, no estaba muy floreciente. Cada vez se hacían menos barriles y pipas; fundamentalmente, se reparaban las grandes cubas que ya existían. Los patronos veían comprometidos sus negocios, es verdad, pero así y todo querían conservar un margen de beneficios, y lo más sencillo les parecía mantener congelados los salarios a pesar de la subida de los precios. ¿Qué podían hacer los toneleros, cuando su industria desaparecía? Uno no cambia de oficio cuando se ha hecho el esfuerzo de aprenderlo; ése era difícil y exigía un largo aprendizaje. El buen tonelero, el que ajusta herméticamente las duelas curvas y las aprieta al fuego y con el cincho de hierro, sin utilizar estopa ni rafia, es raro. Yvars lo sabía y estaba orgulloso de ser uno de ellos. Cambiar de oficio no es nada, pero renuncíar a lo que uno sabe, a su propia maestría, no es fácil. Era un hermoso oficio sin empleo. Estaban aviados y había que resignarse. Pero tampoco la resignación era fácil; era difícil mantener la boca cerrada, no poder realmente discutir y tener que hacer el mismo camino todas las mañanas con un cansancio que va acumulándose para recibir, al terminar la semana, solo lo que le quieren dar a uno y que cada día es mas insuficiente.
Entonces se habían encolerizado. Había dos o tres que vacilaban; pero también a ellos les había ganado la cólera después de las primeras discusiones con el patrón. Este, en efecto, había dicho con tono seco que o lo tomaban o lo dejaban. Un hombre no habla así.
—¿Qué se cree ése? —había dicho Espósito—. ¿Qué vamos a bajarnos los pantalones?
Por lo demás, el patrón no era un mal hombre. Había heredado el negocio del padre y crecido en el taller, de manera que conocía desde hacía años a casi todos los obreros. A veces los invitaba a merendar en la tonelería; asaban sardinas o morcillas en el fuego de virutas y corría el vinillo. En verdad era muy amable. Para Año Nuevo siempre regalaba cinco botellas de vino a cada obrero y, a menudo, cuando entre ellos había algún enfermo o sencillamente se producía un acontecimiento, una boda o una comunión, les hacía un regalo en dinero. Cuando le nació la hija, hubo confites para todo el mundo. Dos o tres veces había invitado a Yvars a cazar en su finca del litoral. Sin duda apreciaba a sus obreros y con frecuencía recordaba que su padre había comenzado como aprendiz. Pero jamás había ido a visitarlos en sus casas, no se daba cuenta. Solo pensaba en él mismo, porque no conocía otra cosa. Y ahora lo tomaban o lo dejaban. Dicho de otra manera, también él se había obstinado, solo que él podía permitírselo.
Habían forzado la mano en el sindicato y el taller cerró las puertas.
—No os molestéis en montar piquetes de huelga —había dicho el patrón-. Cuando el taller no trabaja, yo ahorro.
No era cierto, pero eso no había arreglado las cosas puesto que les decía así en plena cara que les daba trabajo por caridad. Espósito se puso rabioso y le dijo que no era un hombre. El otro tenía la sangre caliente; hubo que separarlos. Pero los obreros habían quedado impresionados. Veinte días de huelga, las mujeres tristes en la casa, dos o tres de ellos desalentados y, para
terminar, el sindicato había aconsejado ceder, con la promesa de un arbitraje y de una recuperación de los días de huelga con horas suplementarias. Habían decidido volver al trabajo; claro está que echando bravatas, diciendo que aun el asunto no había terminado, que iba a replantearse. Pero aquella mañana, un cansancio que se parecía al peso de la derrota, el queso en lugar de la carne; no, ya no era posible la ilusión. Por mucho que brillase el sol, el mar ya no le prometía nada. A Yvars, apoyado en su único pedal, le parecía que envejecía un poco más a cada giro de las ruedas. No podía pensar en el taller, en los compañeros y en el patrón que iba a volver a ver, sin sentir en el corazón un peso cada vez mayor. Fernande se había inquietado.
—¿Qué vais a decirle?
—Nada.
Yvars había montado en la bicicleta y meneado la cabeza. Había apretado los dientes y fruncido la expresión de su cara morena y arrugada, de finos rasgos.
—Trabajamos. Eso basta.
Ahora iba en la bicicleta, con los dientes todavía apretados y una ira triste y seca que lo ensombrecía todo, hasta el cielo. Abandonó el bulevar y se metió por las calles humedas del viejo barrio español. Desembocaban en una zona ocupada solo por cocheras, depósitos de chatarra y garajes, donde estaba el taller: una nave con paredes de mampostería hasta la mitad y de cristal luego, hasta el tejado de chapa ondulada. El taller daba a la antigua fabrica de toneles, un espacio amplio, rodeado de viejos patios cubiertos, que habían abandonado cuando la empresa creció, y que ahora no era más que un deposito de máquinas usadas y de viejos toneles. Más allá del patio, separado de éste por una especie de camino cubierto por viejas tejas, comenzaba el jardín del patrón, al término del cual se levantaba la casa. Grande y fea, era, con todo, agradable con su viña y con su escuálida madreselva que rodeaba la escalera exterior.

Yvars vio en seguida que las puertas del taller estaban cerradas. Ante ellas había un grupo de obreros, en silencio. Desde que trabajaba allí era la primera Vez que al llegar encontraba las puertas cerradas. El patrón había querido impresionarles. Yvars se dirigió hacia la izquierda, colocó la bicicleta bajo el tejadillo que prolongaba la nave por aquel lado y se encaminó a la puerta. De lejos reconoció a Espósito, un joven moreno y velloso, que trabajaba junto a él; a Marcou, el delegado sindical, con su pinta de tenor; a Said, el único árabe del taller, y luego a todos los demás que, silenciosos, le miraban. Pero antes de que Yvars se hubiera reunido con ellos, se volvieron bruscamente hacía las puerta del taller, que acababan de entreabrirse. Ballester, el capataz, apareció en el umbral. Abría una de las pesadas puertas y, volviendo las espaldas a los obreros, la empujaba lentamente sobre los rieles.
Ballester, que era el más viejo de todos, no aprobaba la huelga, pero se había callado a partir del momento en que Espósito le había dicho que su actitud servía a los intereses del patrón. Ahora estaba junto a la puerta, rechoncho en su jersey azul marino, ya descalzo (él y Said eran los únicos que trabajaban descalzos) y los miraba entrar, uno a uno, con sus ojos tan claros que parecían sin color, en su viejo rostro cetrino, con la boca triste bajo los bigotes espesos y caídos. Ellos permanecían callados, humillados por esa entrada de vencidos, furiosos por su propio silencio, pero cada vez menos capaces de romperlo, a medida que se prolongaba. Pasaban sin mirar a Ballester, quien, lo sabían, ejecutaba una orden al hacerlos entrar de esa manera, y cuyo aire amargo y apesadumbrado les indicaba lo que pensaba. Yvars si lo miro. Ballester, que le apreciaba, meneó la cabeza sin decir nada.
Ahora estaban todos en el pequeño vestuario situado la derecha de la entrada: compartimentos, separados por tablas de madera blanca, en las que se habían colgado armaritos que podían cerrarse con llave. El último compartimento a partir de la entrada y pegado a las paredes de la nave se había transformado en cuarto de duchas, construido sobre un conducto de desagüe que se había excavado en el suelo, de tierra apisonada. En el centro de la nave se veían, según los lugares de trabajo, barricas ya terminadas, pero cuyos cinchos estaban aún flojos y que esperaban el tratamiento del fuego: bancos macizos, con una larga hendidura (y en algunos de ellos, fondos de maderas circulares, que aguardaban el tratamiento de la garlopa), y por fin, tizones apagados. A lo largo de la pared y a la izquierda de la entrada, se alineaban los bancos de los obreros. Ante ellos, se veían las pilas de duelas que había que repasar con el cepillo. Contra la pared de la derecha, no lejos del vestuario, dos grandes sierras mecánicas resplandecían, bien aceitadas, sólidas y silenciosas.
Desde hacía mucho la nave resultaba demasiado grande para el puñado de hombres que trabajaban en ella. Eso era una ventaja durante los meses de grandes calores y un inconveniente en invierno. Pero aquel día, en ese gran espacio, el trabajo interrumpido, los toneles abandonados en los rincones con el único cincho que reunía los pies de las duelas, abiertas por arriba como toscas flores de madera, el aserrín que cubría los bancos, las cajas de las herramientas y las maquinas, todo daba al taller un aspecto de abandono. Los obreros lo miraban vestidos ahora con sus viejos jerséis, con sus pantalones descoloridos y remendados, y vacilaban. Ballesrer los observaba.
—Bueno, ¿vamos?
Uno a uno se fueron hasta su puesto de trabajo, sin decir palabra. Ballester iba de un lugar a otro, para recordarles brevemente la tarea que había que comenzar o que terminar. Nadie le respondía. Pronto el primer martillo resonó contra la cuña de madera aherrojada que ajustaba un cincho en la parte hinchada de un tonel. Una garlopa gimió en un nudo de madera y una de las sierras, manejadas por Espósito, arrancó con gran estrépito de hojas de acero. Said, cuando se lo pedían, llevaba las duelas o encendía los fuegos de virutas sobre los que se colocaban los toneles para que se hincharan dentro de sus cinturones de hierro. Cuando nadie le reclamaba, se iba a los bancos donde, con fuertes martillazos, remachaba los anchos cinchos oxidados. El olor de la viruta quemada comenzaba a llenar la nave, Yvars, que repasaba con el cepillo y ajustaba las duelas cortadas por Espósito, reconoció el viejo perfume y el corazón se le ensancho un poco. Todos trabajaban en silencio, pero cierto calor, cierta vida, renacían poco a poco en el taller. A través de los grandes ventanales penetraba una luz fresca, que llenaba la nave. El humo adquiríaun color azul, en medio del aire dorado; Yvars oyó zumbar un insecto junto a él.
En ese momento se abrió en la pared del fondo la puerta que daba a la antigua tonelería y el señor Lassalle, el patrón, apareció en el umbral. Delgado y moreno, apenas había pasado los treinta años. Con su camisa blanca muy abierta bajo un traje de gabardina beige, daba la impresión de sentirse a sus anchas en su cuerpo. A pesar del rostro muy huesudo, que parecía tallado con hoja de cuchillo, generalmente inspiraba simpatía, como la mayor parte de la gente a la que el deporte da soltura a sus innovamientos. Sin embargo, parecía un poco confuso al trasponer la puerta. Su <—¿Qué tal, hijo? —pregunto el señor Lassalle.
Los movimientos del joven se hicieron torpes de repente. Lanzó una mirada a Espósito, que cerca de él apilaba en sus brazos enormes un montón de duelas para llevárselas a Yvars. Espósito también lo miro, sin dejar de trabajar, y Valéry hundió la nariz en su barrica, sin responder al patrón. Lassalle, un poco cohibido, se quedo un instante plantado frente al joven; luego se encogió de hombros y se volvió hacía Marcou. Este, a horcajadas sobre su banco, terminaba de afilar, con golpecitos lentos y precisos, el borde de un fondo.
—Buenos días, Marcou —dijo Lassalle con tono más seco. Marcou no respondió, atento tan solo a no quitar de la madera que trabajaba más que unas virutas muy ligeras.
—Pero ¿qué os pasa? —gritó Lassalle en voz alta y dirigiéndose esta vez a los otros obreros—. Ya sabemos que no llegamos a un acuerdo, pero eso no evita que tengamos que trabajar juntos, Entonces, ¿qué sentido tiene esto?
Marcou se irguió, levanté el fondo de la barrica, verifico con la mano el borde circular, entornó sus ojos lánguidos, con aire de gran satisfacción y, sin contestar, se dirigió hacia otro obrero, que armaba un tonel. En todo el taller no se oía sino el ruido de los martillos y de la sierra mecánica.
—Bueno —dijo Lassalle, cuando se os pase, hacédmelo saber por Ballester —y con paso tranquilo salió del taller.
Casi inmediatamente resoné por dos veces un timbre que cubrió el estrépito del taller. Ballester, que acababa de sentarse para liar un cigarrillo, se levanté pesadamente y salió por la puerta del fondo. Después los martillos golpearon con menos fuerza y hasta uno de los obreros había suspendido su trabajo, cuando Ballester volvió. Desde la puerta dijo solamente:
—Marcou, Yvars, os llama el patrón.
El primer impulso de Yvars fue ir a lavarse las manos, pero Marcou le cogió por un brazo al pasar y él lo siguió cojeando.
Afuera, en el patio, la luz era tan fresca, tan liquida, que Yvars la sentía en el rostro y en los brazos desnudos. Subieron por la escalera exterior, bajo la madreselva, que empezaba ya a florecer. Cuando entraron en el pasillo con las paredes cubiertas de diplomas, oyeron un llanto de niño y la voz de la señora de Lassalle que decía:
—La acostarás después del almuerzo. Llamaremos al médico, si no se le pasa.
Luego el patrón apareció en el pasillo y les hizo entrar en el pequeño despacho que ellos ya conocían, con muebles de false estilo rustico y las paredes adornadas con trofeos deportivos.
—Siéntense —dijo Lassalle ocupando su lugar detrás del escritorio. Ellos permanecieron de pie-. Los hice venir —prosiguió—porque usted, Marcou, es el delegado, y tu, Yvars, mi empleado más antiguo después de Ballester. No quiero reanudar las discusiones que ya han terminado. No puedo, en modo alguno, darles Io que me piden. La cuestión está zanjada. Hemos llegado a la conclusión de que había que volver al trabajo. Veo que me guardan rencor y eso me resulta penoso. Les digo lo que siento. Sencillamente quiero agregar esto: Io que no puede hacer hoy, tal vez pueda hacerlo cuando los negocios se recuperen. Y si puedo hacerlo, lo haré aun antes de que ustedes me lo pidan. Mientras tanto, procuremos trabajar de acuerdo.
Se cayó, pareció reflexionar; luego alzó los ojos hacía ellos.
—¿Entonces?
Marcou miraba hacia afuera. Yvars, con los dientes apretados, quería hablar, pero no podía.
—Oigan —dijo Lassalle- ustedes se han obcecado.
Ya se les pasara; pero cuando hayan vuelto a ser razonables, no olviden lo que acabo de decirles.
Se levantó, se acercó a Marcou y le tendió la mano.
—¡Chao! —dijo.
Marcou se puso repentinamente pálido. Se le endureció el rostro de cantante que, por el espacio de un segundo, adquirió una expresión de maldad. Luego se volvió bruscamente y salió. Lassalle, también pálido, miró a Yvars, sin tenderle la mano.
—¡Váyanse a tomar por saco! —gritó.
Cuando volvieron al taller, los obreros estaban almorzando. Ballester había salido. Marcou dijo tan solo:
—Palabras.
Y volvió a su lugar de trabajo. Espósito dejó de morder su pan para preguntar qué habían respondido ellos.
Yvars dijo que no habían respondido nada. Luego se fue a buscar su morral y volvió para sentarse sobre el banco en que trabajaba. Comenzaba a comer cuando, no lejos de él, advirtió la presencia de Said, tumbado boca arriba sobre un montón de virutas, con la mirada perdida en los ventanales, azulados por un cielo ahora menos luminoso. Le pregunté si había terminado. Said le dijo que ya se había comido sus higos. Yvars dejó de comer. El malestar, que no le había abandonado desde la entrevista con Lassalle, desapareció de pronto para dejar lugar a un calor bienhechor. Se levanté, partió su pan y dijo, ante la negativa de Said, que la semana siguiente todo iría mejor.
—Entonces me invitarás tu —dijo. Said sonrió. Comenzó a masticar un trozo del bocadillo de Yvars, pero lentamente, como si no tuviera hambre.
Espósito tomo una cacerola vieja y encendió un fuego de virutas y madera. En él recalenté el café, que había llevado en una botella. Dijo que era un regalo para el taller que su tendero le había hecho cuando se enteró del fracaso de la huelga. Un vaso vacio de mostaza circuló de mano en mano. Cada vez Espósito vertía el café, ya azucarado. Said se lo trago con más gusto que el que había mostrado en comer. Espósito bebía el resto del café de la misma cacerola hirviente, haciendo restallar los labios y lanzando juramentos. En ese momento entró Ballester, para anunciar el retorno al trabajo.
Mientras ellos se levantaban, recogían los papeles y metían las tarteras en sus morrales, Ballester fue a colocarse en medio de ellos y dijo de pronto que era un golpe duro para todos, y para él también, pero que esa no era una razón para conducirse como críos, y que no se ganaba nada con refunfuñar. Espósito, con la cacerola en la mano, se volvió hacía él. De pronto se le había puesto rojo el rostro espeso y largo. Yvars sabía lo que iba a decir y que en ese momento todos pensaban lo mismo: que no refunfuñaban, que se les había cerrado la boca, que era lo tomas o lo dejas, y que la rabia y la impotencia duelen a veces tanto que ni siquiera se puede gritar. Ellos eran hombres; eso era todo, y no iban ahora a ponerse a hacer sonrisas y carantoñas. Pero Espósito no dijo nada de todo eso. Por fin, se le aclaró el rostro y dio un suave golpecito a Ballester en el hombro, mientras los otros volvían al trabajo. De nuevo resonaron los martillos, la gran nave se lleno del familiar estrépito, del olor a viruta y a las viejas ropas empapadas de sudor. La enorme sierra zumbaba y mordía la madera fresca de la duela que Espósito empujaba lentamente ante sí. En el lugar de la mordedura, saltaba un serrín mojado, que cubría como con una especie de ralladura de pan, las gruesas manos velludas firmemente apretadas sobre la madera, a cada lado de la rugiente hoja. Cuando la duela quedaba cortada, solo se oía elruido del motor.
Yvars sentía ahora, inclinado sobre la garlopa, las agujetas de la espalda. De ordinario, el cansancio llegaba algo mas tarde. Había perdido el entrenamiento durante aquellas semanas de inacción; era evidente. Pero también pensaba en la edad, que hace más duro el trabajo manual cuando ese trabajo no es de simple precisión. Aquellas agujetas le anunciaban también la vejez. Cuando intervienen los músculos el trabajo termina por hacerse una maldición, precede a la muerte, y en los días de grandes esfuerzos el sueño es justamente como la muerte. El chico quería ser maestro y tenía razón. Los que pronunciaban discursos sobre el trabajo manual no sabían de qué hablaban.
Cuando Yvars se irguió para recuperar la respiración y también para ahuyentar aquellos malos pensamientos, volvió a sonar el timbre. Sonaba insistentemente, pero de manera tan curiosa, con breves intervalos para hacerse luego oír imperiosamente, que los obreros dejaron de trabajar. Ballester escuchaba sorprendido, luego se decidió y se dirigió lentamente a la puerta. Había desaparecido hacía algunos segundos, cuando el timbre dejó por fin de sonar. Todos volvieron al trabajo. De nuevo, la puerta se abrió brutalmente y Ballester corrió hacía el vestuario. En seguida salió de él calzado con alpargatas y, mientras se ponía la chaqueta, dijo a Yvars al pasar:
—La niña tuvo un ataque. Voy a buscar a Germain.
Y se precipito hacía la puerta. El doctor Germain era el que atendía al personal del taller. Vivía en el barrio. Yvars repitió la noticia sin comentarios. Se habían reunido todos alrededor de él, confusos. Solo se oía el motor de la sierra mecánica, que giraba libremente.
—Quizá no sea nada —dijo uno de ellos. Volvieron a sus puestos. El taller se lleno de nuevo con sus ruidos habituales, pero los hombres trabajaban lentamente, como si esperaran algo.
Al cabo de un cuarto de hora, Ballester entró de nuevo, se quitó la chaqueta y sin decir palabra volvió a salir por la puerta pequeña. A través de los ventanales, la luz iba debilitándose. Un poco después, en los intervalos en que la sierra no mordía la madera, se oyó la sorda sirena de un coche ambulancia, primero lejana, luego más próxima, por fin presente, y ahora silenciosa. Al cabo de un rato volvió Ballester y todos se precipitaron hacía él. Espósito había detenido el motor. Ballester dijo que al desnudarse en su habitación, la niña había caído desplomada, como si la hubieran segado.
—¡Vaya! —dijo Marcou. Ballester meneo la cabeza e hizo un ademán vago hacía el taller; pero parecía conmovido. Se oyó de nuevo la sirena de la ambulancia. Estaban todos allí, en el taller silencioso, bajo las oleadas de luz amarilla que arrojaban los ventanales, con sus toscas manos inútiles que les pendían a lo largo de los viejos pantalones cubiertos de aserrín.
El resto de la tarde fue arrastrándose. Yvars no sentía más que su cansancio y la congoja de su corazón. Habría querido hablar, pero no tenía nada que decir y los otros tampoco. En sus rostros taciturnos se leía solo la pena y una especie de obstinación. A veces, en su interior se formaba palabra <>, pero apenas, pues desaparecía inmediatamente, como una burbuja que nace y estalla al mismo tiempo. Tenía ganas de regresar a su casa, de volver a ver a Fernande, al muchacho, y también la terraza. Justamente en ese momento, Ballester anunció el fin de la jornada. Las máquinas se detuvieron. Sin apresurarse, comenzaron a apagar los fuegos y a poner orden en sus puestos. Luego fueron uno a uno al vestuario, Said fue el ultimo. A él le tocaba limpiar los lugares de trabajo y regar el suelo polvoriento. Cuando Yvars llegó al vestuario, Espósito, enorme y velloso, ya estaba bajo la ducha. Les volvía la espalda mientras se jabonaba con gran estrépito. En general se le dirigían bromas por su pudor. En efecto, aquel gran oso escondía obstinadamente sus partes nobles; pero ese día nadie pareció advertirlo. Espósito salió andando hacía atrás y se puso alrededor de la cintura una toalla, a manera de taparrabo. Los otros esperaban su turno y Marcou se golpeaba vigorosamente los costados desnudos, cuando oyeron que la gran puerta delantera rodaba lentamente sobre los rieles. Entro Lassalle.
Iba vestido como en el momento de su primera visita, pero llevaba el pelo un poco revuelto. Se detuvo en el umbral, contempló el vasto taller vacio, dio algunos pasos, se detuvo un instante y miré hacía el vestuario. Espósito, todavía cubierto por su taparrabo, se volvió hacia él. Desnudo, cohibido, se balanceaba un poco, apoyándose en un pie y luego en el otro, Yvars pensó que le tocaba a Marcou decir algo, pero Marcou se mantenía invisible detrás de la lluvia de agua que lo rodeaba.
Espósito se apoderé de una camisa y se la estaba poniendo prestamente, cuando Lassalle dijo:
—Buenas tardes —con voz un poco desentonada, y se dirigió hacía la puerta del fondo. Cuando Yvars pensó que había que llamarlo, la puerta ya se había cerrado.
Entonces Yvars volvió a vestirse, sin lavarse, y también él dijo <>, pero con todo su corazón. Y los otros le respondieron con el mismo calor. Salió rápidamente, se acercó a la bicicleta y cuando la montó. Sintió de nuevo las agujetas. Ahora rodaba en medio de la tarde que moría, a través de la ciudad llena de obstáculos. Iba rápido, quería volver a ver la vieja casa y la terraza. Se lavaría en la pila antes de sentarse y de contemplar el mar que ya Io acompañaba, más oscuro que por la mañana, detrás, del bulevar, Pero la niña también le acompañaba y no podía dejar de pensar en ella.
Cuando llegó a casa, el chico ya había vuelto de la escuela y estaba leyendo tebeos. Fernande pregunto a Yvars si todo había ido bien. El no dijo nada, se lavó en la pila y luego se sentó en el banco, contra la pared de la terraza. Por encima de él pendía ropa blanca remendada. El cielo se hacía transparente; mas allá de la pared, podía verse el mar suave de la tarde. Fernande Ie llevó el anís, dos vasos y el botijo de agua fresca. Luego se sentó junto al marido. Él le contó todo, mientras la tenía cogida de la mano, como en los primeros tiempos de su matrimonio. Cuando terminó, Yvars se quedó inmóvil, vuelto hacía el mar, donde bajaba ya, de un extremo a otro del horizonte, el rápido crepúsculo.
—¡Ah, el tiene La culpa!—dijo. Y hubiera querido ser joven y que Fernande también lo fuera, y entonces se habrían ido, al otro lado del mar.

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