¡Rayos! Obra de María Rostro. Técnica: Acrílico y pigmentos sobre tela. Medidas: 50x70
Bienvenidos a Cámara Rodante, salimos los domingos, por la mañana, a trepar cerros. Los miércoles, por las noches, nos gusta rodar en la ciudad desde el Santuario de la Bicicleta 🚲🚵🚴📷 Síguenos en https://chat.whatsapp.com/BbAZwsTFZHTKCnEgJTw7Cr
COLECTIVO
- CAMARA RODANTE
- Guadalajara, Jalisco, Mexico
- Somos un grupo de amigos amantes a la fotografía y a la bicicleta, de ahí el nombre de este blog. Cada domingo vamos a pedalear por diferentes rumbos de la ciudad y fuera de la misma. Hacemos tanto ciclismo de montaña, ciclismo urbano y biciturismo. Con esto queremos fomentar el uso de la bicicleta como una herramienta viable de movilidad, de salud y de diversión. ¡¡¡Animate a rodar con nosotros, saca tu bici a pasear!!! Escríbenos a camararodante@hotmail.com
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viernes, 1 de febrero de 2019
miércoles, 31 de agosto de 2016
"MI BICICLETA" ÓLEO DE GEORGES BRAQUE.
"Mi bicicleta". Obra de Georges Braque. Óleo sobre lienzo 1941 - terminada en 1960.
Georges Braque fue un pintor y escultor francés. Junto con Pablo Picasso fue uno de los iniciadores del cubismo. Wikipedia Fecha de nacimiento: 13 de mayo de 1882, Argenteuil, Francia Fecha de la muerte: 31 de agosto de 1963, París, Francia
viernes, 15 de julio de 2016
STRANGER THINGS, LA NUEVA SERIE DE NETFLIX Y DONDE APARECEN BICICLETAS EN ACCIÓN. NO TE PIERDAS ESTA HISTORIA DE SUSPENSO.
A partir de hoy está Stranger Things, la nueva serie de Netflix, como un homenaje al cine de los 80's, al cine de suspenso y aventura.
La trama está en la búsqueda de un niño que desapareció de una forma extraña.
Una de las escenas donde las bicicletas entran en acción es cuando cuatro niños nerds están en su casa obsesionados con un juego de mesa, pero deben irse a casa antes de la jugada final. Los tres niños, que viven en Hawkins, Indiana (1983), deben recorrer grandes distancias en bicicleta para llegar a su hogar. Pero todo cambia abruptamente cuando Will huye de una extraña criatura hasta que desaparece en la cochera de su hogar.
Es protagonizada por Winona Ryder y Matthew Modine.
¿Te atreverás a verla?
sábado, 25 de junio de 2016
CINEMA PARADISO, UNA AMISTAD QUE NACIÓ EN BICICLETA.

Un filme que te llenará de nostalgia, en donde los sueños de un pequeño niño se hicieron realidad. Cinema Paradiso, un clásico de Giuseppe Tornatore, en el que muestra como la bicicleta fue el comienzo de una gran amistad entre Alfredo, el cacaro del pueblo y Toto, un niño amante del cine.
Este domingo a las 22:00 hrs, Canal 22 en #CineSinCortes, presentará esta película que mostrará el verdadero amor de un cinéfilo.
sábado, 23 de abril de 2016
HOY SE CELEBRA EL DÍA DEL LIBRO Y LA BICICLETA ESTÁ PRESENTE, COMO PROTAGONISTA, EN VARIOS DE ELLOS...
Y como diría Umberto Eco, quién fuera escritor, filósofo y semiólogo italiano: “El libro como objeto continuará existiendo, de la misma manera que la bicicleta sigue existiendo pese a la invención del automóvil; es más, hoy hay más bicicletas que hace unos años. Lo mismo podemos decir del fin de la radio por culpa de la televisión…”
Aprovechando este marco, les presentamos una lista sobre diversos libros en donde uno de los protagonistas es la bicicleta misma, así que vamos adentrarnos en esa aventura de la lectura en bicicleta.
1. El ciclista, Tim Krabbé. El ciclista es la historia de una carrera, el Tour del Mont Aigoual, narrada por uno de sus participantes, Tim Krabbé, el gran novelista. De paso, esta novela es también un emotivo homenaje a un deporte único y a sus grandes figuras. La brillantez de la narración, que trasmite con intensidad el carácter agónico del ciclismo, y la belleza del homenaje que rinde al sufrimiento, convierten El ciclista en un verdadero hito que ha sido saludado como un libro extraordinario desde su publicación original.
2. Contrarreloj, Eugenio Fuentes. En la cuarta etapa del Tour de Francia, Tobias Gros, el favorito e imbatible ganador de las cuatro últimas ediciones de la carrera, muere asesinado mientras descansa en un hotel tras una jornada agotadora. Uno de los primeros sospechosos es Santi Mieses, corredor del equipo rival que habló con Gros poco antes de que éste fuera asesinado. Para atajar las habladurías, Luis Carrión, el director del equipo donde pedalea Mieses, contrata al detective Ricardo Cupio, mero espectador de una de las etapas reinas, el ascenso al Tourmalet.
3. El hombre del velocípedo, Uwe Timm. Coburgo, finales del siglo XIX: el taxidermista Franz Schróter circula por las calles de la ciudad montado en un extraño aparato. La pequeña ciudad de provincias se conmociona. No tardan en enfrentarse los partidarios del velocípedo con los seguidores de la bicicleta baja. El progreso técnico divide a los partidos políticos, a las comunidades religiosas, a las familias. Con un estilo humorístico, irónico y melancólico, Uwe Timm narra una historia tan verídica como fantasiosa en una novela de numerosos planos de lectura ambientada en la época de los grandes descubrimientos y de la imperturbable fe en el progreso.
4. El Alpe d’Huez, Javier García Sánchez. En la salida de la etapa más dura del Tour de Francia se encuentra un ciclista cántabro al que sus conocidos llaman Jabato. Tiene más de treinta y seis años y nadie cuenta con él. Todo el mundo sabe que es imposible que un hombre tan veterano pueda resistir. Pero Jabato se obstina y su locura llega a parecer sensata.
5. Guía de Kashgar para damas ciclistas, Suzanne Johnson. En 1923, Evangeline English, una entusiasta dama ciclista, y su hermana Lizzie llegan a Kashgar, en la Ruta de la Seda, para ayudar a establecer una misión cristiana. Mientras las dos intentan adaptarse a su nuevo hogar, Eva empieza a trabajar en su libro, Guía de Kashgar para damas ciclistas . En el Londres de hoy en día, una joven, Frieda, se encuentra a un hombre durmiendo en el portal de su casa una noche y le proporciona una manta. A la mañana siguiente se ha ido, pero en la pared hay un dibujo exquisito y una línea de escritura en árabe. Y es justo entonces cuando Frieda descubre que es la heredera de una dama a quien no conoce.
6. Los hermanos Cuervo, Andrés Felipe Solano. Un par de hermanos extravagantes. Una abuela imponente. Un intruso. Un ciclista en decadencia. Una mujer que ha escapado. Los hermanos Cuervo, de padre desconocido y madre fugitiva, quedan a cargo de su abuela y construyen un excéntrico universo en una casona bogotana durante una década en la que las bombas del terrorismo hacen que el encierro no sea una opción sino la única salida. Un compañero de colegio, obsesionado con los indescifrables hermanos sobre los que se tejen toda clase de rumores, será el encargado de colarse en la mansión laberíntica y juntar las piezas del misterioso origen de los Cuervo. La clave parece estar en el relato de un lejano viaje en carro rumbo al desierto de La Guajira y en los oscuros secretos de un corredor que ganó la Vuelta a Colombia en los años sesenta, época en la que el ciclismo, el más heroico de todos los deportes, hizo delirar a un país entero.
7. A por el oro, Chris Cleave. Zoe y Kate son dos deportistas de élite entregadas al ciclismo de pista, pero con unas vidas muy diferentes. Zoe, una chica explosiva y temperamental, doble campeona olímpica, es el rostro publicitario de una conocida marca de agua mineral. Vive en un lujoso piso en Manchester y tiene muchos amantes ocasionales. Kate es más sensata y tranquila. Está casada con Jack, un campeón de ciclismo, y está volcada en su hija Sophie que padece leucemia. Por esa razón Kate no ha podido competir en los dos últimos juegos olímpicos, y Londres 2012 es su última oportunidad. Cuando Tom, su común entrenador, recibe la noticia de la Federación Inglesa de Ciclismo de que solo podrá enviar a una participante. Elegir entre Kate o Zoe es una decisión particularmente difícil, porque Tom conoce la historia de ambas. Pero tiene que ser imparcial y organiza una carrera entre ellas para nombrar la vencedora. Sin embargo, justo el día de la competición, el estado de salud de Sophie empeora gravemente…
8. Una historia en bicicleta, Ron McLarty. Smithy Ide tiene 43 años, pesa 126 kilos, trabaja en la cadena de montaje de una fábrica de muñecos, y bebe y fuma demasiado. Su adorada hermana Bethany hace años que desapareció sin dejar rastro y sus padres acaban de morir en un accidente de tráfico. Entonces Smithy Ide decide sacar su vieja bicicleta del garaje y cruzar Estados Unidos de este a oeste en busca de lo que más quiso. A lo largo de su viaje, nuestro fascinante protagonista se cruzará con todo tipo de personajes y se verá envuelto en multitud de historias, a veces divertidas, otras tristes, y siempre emocionantes.
9. El ciclista solitario, Ramón Bodegas. Cosmés es un hombre inmaduro y entrañable, un ser bondadoso que no acierta a comprender el mundo que le rodea, un ciclista solitario, incansable, que surca los valles, los montes y las praderas, sin entender que su continuo pedalear no es más que un soterrado deseo de huir del mundo, de la gente y, quizás, de sí mismo. Le acompañan, entre otros, una anciana millonaria y promiscua, un budista políglota que llena la ciudad de pintadas para superar su timidez, una ex miss existencialista, un pintor brasileño enamorado de una togolesa inmensamente obesa, una cocinera leonesa eterna estudiante de inglés, un torero gabonés, un coleccionista de cuadros y una monja de clausura fiel seguidora de las noticias de las revistas del corazón. El ciclista solitario está conformado por seres desvalidos y enfermos de melancolía, cuyas vidas giran entre pasiones, abandonos y reencuentros, acompañados de robos de cuadros, cobros de herencias, misteriosos asesinatos y la necesidad de escribir un libro.
10. Mi querida bicicleta, Miguel Delibes. En este relato Delibes cuenta sus experiencias ciclistas, desde las primeras pedaladas de su infancia hasta la victoria de uno de sus hijos en una carrera popular. La historia te acercará a una época en la que apenas había coches y en la que las bicicletas no tenían marchas, pero debían llevar matrícula; una época muy diferente a la nuestra en muchas cosas salvo en una: el placer de circular en bici que describe Delibes todavía puede experimentarlo cualquier ciclista.
11. El Tour de Francia y las magnolias del Doctor Jekyll, Vicente Álvarez de la Viuda. Brindisi es u periodista obsesionado con las hazañas de los grandes ciclistas, con las historias de las groupiesmíticas del rock ‘n roll, y, sobre todo, con las leyendas de aquellos que murieron sin morir o resucitaron tras una muerte incierta. Con todo ello, -además de una galería rica de personajes secundarios (el director deportivo Koldo Diodati, los friquis del rock FM y Lennon, o los personajes que pululan por una Ibiza desagarradora y sensual)- Vicente Álvarez de la Viuda ha escrito una novela que apasionará a los amantes del ciclismo, del rock ‘n roll y de la literatura que combina intriga, autenticidad, y sentido del misterio de la vida.
12. El perro de Dostoievski, Luis Martínez de Mingo. En El perro de Dostoievski el narrador, un escritor frustrado que ha acabado mendigando en el metro, nos cuenta su vida. Es un relato intoxicado de literatura, en el que destaca por encima de todo la fuerza de la voz del protagonista, un joven de provincias que quiso ser ciclista y que cuando descubrió la literatura no supo si prefería ser Raskolnikov, Hamlet o Lord Byron. Después de un breve paso por la guerrilla salvadoreña, se ganará la vida en Madrid como actor de doblaje, e intentará sacar adelante una familia, pero el alcoholismo y la obsesión por la ruleta -otra muestra de su obsesión con el gran maestro ruso-convertirán su vida en un infierno.
13. El ciclista, Juan Francisco Andrade Bellido. Cuando una joven es brutalmente asesinada en pleno paseo marítimo de Málaga durante una lluviosa noche de diciembre, el subinspector de Homicidios, Fernando Muriel, no imagina hasta qué punto este caso pondrá en riesgo muchas de las cosas que más ama. Se trata de una nueva víctima de un peligroso depredador al que, más tarde, apodarán El Ciclista. Luis Bernal, agente de Europol, vuela a la ciudad al conocer la noticia. Muchos años atrás mantuvo una relación con la madre de la víctima. Conmocionado por el terrible crimen, Bernal emprende su propia investigación. No tarda mucho en comprender que sólo su antiguo socio, el médico Ramón Castillo, será capaz de dar con una pista que les conduzca hasta el asesino, pero Castillo, después de resolver el enigma de las muertes que asolaron Portas una década atrás, se resiste a volver a la actividad.
14. Doble vínculo, Chris Bohjalian. Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carrera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker. Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotográfo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada.
15. Daisy Sisters, Henning Mankell. Después de haberse carteado durante tres años, pero sin haberse visto jamás, Elna y Vivi, dos jóvenes suecas de apenas diecisiete años, por fin van a conocerse. Lo harán en el caluroso verano de 1941, en plena guerra mundial, cuando emprendan juntas un viaje en bicicleta hasta la frontera de Suecia país que por el momento s e mantiene neutral con Noruega, ocupada por las tropas nazis. El mundo les espera, pero las dos ignoran que, durante el trayecto, el encuentro con dos militares será determinante para el futuro de una de ellas. Las dos fantasean con viajar a países lejanos, con alcanzar la libertad y la independencia; muy pronto, sin embargo, la cruda realidad acabará por imponerse y obligará a desistir de sus sueños a aquellas dos jóvenes que se llamaban a sí mismas Daisy Sisters, siguiendo la moda norteamericana. Pero nunca, ni siquiera en sus peores momentos, ni ellas ni sus descendientes cejarán en su lucha por escapar de su asfixiante entorno y tomar las riendas de su vida.
16. Una promesa de felicidad, Fabio Genovesi. Muglione es un pequeño y aburrido pueblo de la Toscana en donde lo único que se puede hacer es pescar y andar en bicicleta. Sin embargo, las vidas de Fabrizio, Tiziana y Mirko están a punto de dar un giro importante. Tiziana decide volver al pueblo al terminar su máster y Fabrizio, a pesar de ser mucho más joven que ella, s e enamorará sin remedio. Mirko, un joven talento del ciclismo, es una especie de hermano pequeño para Fabrizio y los tres van a aprender que la vida reserva extrañas sorpresas. Tres mundos lejanos que se encuentran por casualidad y entrelazan sus destinos, dando vida a un cortocircuito conmovedor y divertidísimo, amargo y poético. Y los tres aprenderán una lección: que el futuro, a veces, depara extrañas sorpresas.
17. Diez bicicletas para treinta sonámbulos, varios autores. A lo largo de estas páginas tendremos la oportunidad de conocer a bicicletas holandesas, africanas, urbanas, rurales, filósofas, enamoradas, con y sin ruedines, que representan temas tan diversos como el desamor, el sexo, el paso del tiempo, el azar, la madurez, el coraje o la incertidumbre, de la mano de autores como Antonio muñoz Molina, Luis Landero, Andrés Neuman, José Ovejero, Marta Sanz, Luis Eduardo Aute, Ricardo Menéndez Salmón y un largo etcétera de escritores referenciales de este país.
18. Mi querida bicicleta. Relatos de ciclismo de Holanda y España, varios autores. Una recopilación de cuentos, de autores españoles y neerlandeses, donde la bicicleta es la protagonista. Mi querida bicicleta nace de una idea promovida por la Embajada de los Países Bajos. Entre los autores de los cuentos se encuentran literatos o deportistas como Miguel Delibes, Bernardo Atxaga, Pedro Horillo, Peter Winnen, Edwin Winkels o Eric Brouwer.
19. Ubú en bicicleta, Alfred Jarry. Ubú en bicicleta es un breve libro que recoge los escritos velocípedos que Jarry creó a lo largo de su carrera literaria. En ellos podremos ver cosas tan grotescas y extraordinarias como las siguientes: a Jesús en derrapada en el Gólgota, Ixión atado a su rueda por la eternidad, el acróbata de la Vuelta de la Muerte, una quíntupla lanzada detrás de un tren de Paris a la Siberia, unos ciclistas borrachos y dopados con el Perpetuetal Food…
20. ¡Bici! ¡Toro! Un poeta en bicicleta, Eduard de Perrodil. De Perrodil adoraba lo español, tal es así que se enfrenta al viento, a la lluvia, al calor, al insomnio, a las malas carreteras, al hambre…, al mal vino y a nuestra especial idiosincrasia. A cambio de todos estos padecimientos, De Perrodil, periodista de Le Petit Journal, nos regala este trepidante testimonio con una prosa aguda, ligera y, en ocasiones, humorística. Pero ¡Bici! ¡Toro! no es sólo el relato de un viaje… bajo el subtexto de esta comedia, los españoles podemos observar si hemos cambiado algo en los últimos ciento veinte años. ¿Ya tienen una respuesta antes de comenzar este viaje… en el tiempo?
21. La bicicleta de Sumji, Amos Oz. A Sumji, un niño israelí de 11 años –que vive e n la Jerusalén bajo el mandato británico, tras la Segunda Guerra Mundial–, su tío Zémaj le regala una bicicleta. Su felicidad es extrema, incluso aunque sea una bici de niña. Sus amigos se burlan, pero él, impasible, sueña con cabalgar sobre su bici e irse lejos, salir de la ciudad y, a través del desierto, llegar al corazón de África. Pero antes quiere enseñar el nuevo regalo a su amigo del alma, Aldo. Y, justo cuando Sumji acepta cambiar su bici por el nuevo tren de Aldo, comienzan todas sus desgracias: la extorsión de los niños del barrio, su experiencia con un perro, el robo de una poesía de amor que ha escrito a Esti, una compañera de clase, y… la sorpresa de un humilde sacapuntas. Pero Sumji imaginará mil maneras para salir de todos estos apuros, desde escaparse al Himalaya hasta secuestrar al mismísimo rey de Inglaterra… En la tradición de personajes tan memorables como Huckleberry Finn o Holden Caulfield, Sumji, salido de la pluma magistral del novelista Amos Oz, es un pequeño gran héroe divertido, puro y muy muy simpático.
Fuente: eraseunavezqueseera
miércoles, 24 de febrero de 2016
"TRES BICIS, UNA BLANCA". FOTOGRAFÍA DE VÍCTOR IBARRA.
"Tres bicis, una blanca". Barrio de Mezquitan. Guadalajara, Jalisco. México. Fotografía de Víctor Ibarra.
viernes, 25 de septiembre de 2015
"EL BAÑO DEL PAPA", UNA PELÍCULA BICICLETERA, SOBRE LA VISITA DEL PAPA JUAN PABLO SEGUNDO A URUGUAY...
Hoy trasmiten la película uruguaya "El Baño del Papa", a las 22:00 por el Canal 22.
La bicicleta sale a relucir en varias escenas como compañera del protagonista, una interesante sobre el revuelo del pueblo uruguayo por la visita del Papa Juan Pablo II.
SINOPSIS Es el año 1988 y el Papa Juan Pablo II visitará Melo. Se calcula que 50.000 personas asistirán a verlo. Los pobladores más humildes creen que vendiéndole comida y bebida a esa multitud se harán casi ricos. Beto, un contrabandista en bicicleta, decide en cambio construir un excusado en el frente de su casa y alquilar el servicio. Para lograr su objetivo debe atravesar una serie de dificultades tragicómicas.
RESEÑA
El Papa viajero, Juan Pablo II hizo dos históricos visitas a Uruguay. La primera de ellas el 31 de Marzo de 1987 en la que solo visitó la capital del país y la segunda el 07 de Mayo de 1988 en la que extendió su visita a otras ciudades como Salto, Florida y Melo eje central de esta película. Esta población está localizada a 60 kilómetros de la frontera con Brasil que para aquella época recibió al Papa en el Parque Zorilla. Aunque desde un inicio la programación de esta visita era “relámpago”, pues se tenía previsto que el Papa solo diera su palabra acerca del “Mundo del Trabajo” y terminara con una oración comunitaria, la ilusión de tan solemne visita avivo las esperanzas de casi todo un pueblo lleno de necesidades que vió en ella una posibilidad de hacer negocio para así prosperar.
La inocencia de muchos, la ignorancia de otros, llevo a muchos de sus pobladores a endeudarse por cumplir un sueño de salir adelante con las ganancias obtenidas producto de un solo día de trabajo. Tomando entonces todo este contexto como base, el guionista y co-director Enrique Fernández, crea un personaje ficticio maravilloso llamado Beto, a quien se le ocurre lo que a ninguno en el pueblo; prestar el servicio de baño público, pero para esto deberá empezar por conseguir todo el capital para su construcción y luego idearse la forma de hacer realidad su propuesta. Este periplo por el que pasa Beto un ser de carne y hueso, un perfecto humano, lleno de ambigüedades, llena a la película de una magia muy especial, es un tranvía cargado de momentos sublimes, conmovedores, inocentes, nobles y con un humor fino y cruel de aquellos que te hacen reir a carcajada pero que inevitablemente también te hacen llorar.
El Baño del Papa es una cinta fresca, manejada con mucha naturalidad, que utiliza un lenguaje claro, sencillo y que se apoya con una excelente fotografía. Son muchas las escenas memorables de esta película que están cargadas de mucha fuerza no solo por el excelente guión creado, sino por el excelente trabajo de sus personajes algunos de ellos no profesionales. Por eso ya son más de 10 los reconocimientos que ha recibido este film entre ellos el de Mejor Guión en el Festival Internacional de Cine de Huelva (2007), Mejor Película, Mejor Actor, Mejor Actríz en el Festival de Gramado y el de Mejor Película en la pasada edición del Festival de Cine de Bogotá.
La película fue seleccionada en el 2007 para representar a Uruguay en la disputa por los cinco puestos dentro de la categoría a Mejor Película en Lengua Exrajentera de los Oscar 2008, así mismo hizo con los Premios Goya de España.
Tomado de http://www.cinevistablog.com/pelicula-el-bano-del-papa-resena/
miércoles, 29 de julio de 2015
LA BICICLETA DE UN PAYASO, CON EL SHOW "CORTEO" DEL CIRQUE DU SOLEIL, LLEGA A GUADALAJARA DEL 30 DE JULIO AL 16 DE AGOSTO.
La bicicleta estará presente en el Cirque du Soleil, que llega a Guadalajara, con el espectáculo de "Corteo".
Un payaso es el protagonista central de "Corteo", donde sueña su muerte, su propio funeral, como una fiesta carnavalesca donde hay grandes acrobacias para celebrar la vida y la muerte de una forma mágica, cómica y musical.
Se inaugura mañana 30 de julio y finaliza el 16 de agosto. La carpa se instaló en la Explanada López Mateos, a un costado de Plaza San Ángel.
Funciones:
Martes, miércoles y jueves 21:00 hrs
Viernes y sábado 17:00 y 21:00 hrs
Domingo 13:00 y 17:00 hrs
Lunes No hay Función.
Precios en taquilla
Diamante $3,490
Platino $2,650
Premium $1,550
Preferente $$1,550
Reservado A $1,350
Reservado $1,150
Reservado $799
compras en ticketmaster mas cargos
lunes, 11 de mayo de 2015
"PÁJAROS DE CUENTA": OBRA DE OSVALDO MONOS Y VAMPIROPUNK
"Pájaros de Cuenta". Obra de OsvaldoMonos y VampiroPunk Técnica Mixta, con terminado tipo grabado.
"Es expresar la libertad... con alas o con ruedas se puede disfrutar del viento"
martes, 26 de agosto de 2014
LAS BICICLETAS DE JULIO CORTAZAR... HOY SE CELEBRA EL CENTENARIO DE SU NATALICIO...
Hoy recordamos a Julio Cortázar, por sus 100 años de su natalicio, y lo recordamos con algunos de sus escritos o lineas dedicadas a la bicicleta.
En una entrevista que le hizo un periodista español así se refirió de lo que para él significa un cuento:
"Yo creo que nadie ha definido hasta hoy un cuento de manera satisfactoria, cada escritor tiene su propia idea del cuento. En mi caso, el cuento es un relato en en el que lo que interesa es una cierta tensión, una cierta capacidad de atrapar al lector y llevarlo de una manera que podemos calificar casi de fatal hacia una desembocadura, hacia un final. Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta, mientras se mantiene la velocidad el equilibrio es muy fácil, pero si se empieza a perder velocidad ahí te caes y un cuento que pierde velocidad al final, pues es un golpe para el autor y para el lector."
El siguiente texto es tomado del libro historias de Cronopios y de Famas
VIETATO INTRODURRE BICICLETTE
En los bancos y casas de comercio de este mundo a nadie le importa un pito que alguien entre con un repollo bajo el brazo, o con un tucán, o soltando de la boca como un piolincito las canciones que me enseñó mi madre, o llevando de la mano un chimpancé con tricota a rayas. Pero apenas una persona entra con una bicicleta se produce un revuelo excesivo, y el vehículo es expulsado con violencia a la calle mientras su propietario recibe admoniciones vehementes de los empleados de la casa. Para una bicicleta, ente dócil y de conducta modesta, constituye una humillación y una befa la presencia de carteles que la detienen altaneros delante de las bellas puertas de cristales de la ciudad. Se sabe que las bicicletas han tratado por todos los medios de remediar su triste condición social. Pero en absolutamente todos los países de la tierra está prohibido entrar con bicicletas. Algunos agregan: «y perros», lo cual duplica en las bicicletas y en los canes su complejo de inferioridad. Un gato, una liebre, una tortuga, pueden en principio entrar en Bunge & Born o en los estudios de los abogados de la calle San Martín sin ocasionar más que sorpresa, gran encanto entre telefonistas ansiosas o, a lo sumo, una orden al portero para que arroje a los susodichos animales a la calle. Esto último puede suceder pero no es humillante, primero, porque sólo constituye una probabilidad entre muchas, y luego porque nace como efecto de una causa y no de una fría maquinación preestablecida, horrendamente impresa en chapas de bronce o de esmalte, tablas de la ley inexorable que aplastan la sencilla espontaneidad de las bicicletas, seres inocentes. De todas maneras, ¡cuidado, gerentes! También las rosas son ingenuas y dulces, pero quizá sepáis que en una guerra de dos rosas murieron príncipes que eran como rayos negros, cegados por pétalos de sangre. No ocurra que las bicicletas amanezcan un día cubiertas de espinas, que las astas de sus manubrios crezcan y embistan, que acorazadas de furor arremetan en legión contra los cristales de las compañías de seguros y que el día luctuoso se cierre con baja general de acciones, con luto en veinticuatro horas, con duelos despedidos por tarjeta.
En el cuento Axolotl, así descansa la bicicleta:
"Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y me fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos y salí, incapaz de otra cosa."
un texto de Julio Cortazar de 1977 y que duró guardado bastantes años.
DESPUÉS HAY QUE LLEGAR,
Se puede partir de cualquier cosa, una caja de fósforos, un golpe de viento en el tejado, el estudio número 3 de Scriabin, un grito allá abajo en la calle, esa foto del Newsweek, el cuento del gato con botas, el riesgo está en eso, en que se puede partir de cualquier cosa pero después hay que llegar, no se sabe bien a qué pero llegar, llegar no se sabe bien a qué, y el riesgo está en que en una hora final descubras que caminaste volaste corriste reptaste quisiste esperaste luchaste y entonces, entre tus manos tendidas en el esfuerzo último, un premio literario o una mujer biliosa o un hombre lleno de departamentos y de caspa en vez del pez, en vez del pájaro, en vez de una respuesta con fragancia de helechos mojados, pelo crespo de un niño, hocico de cachorro o simplemente un sentimiento de reunión, de amigos en torno al fuego, de un tango que sin énfasis resume la suma de los actos, la pobre hermosa saga de ser hombre.
No hay discurso del método, hermano, todos los mapas mienten salvo el del corazón, pero dónde está el norte en este corazón vuelto a los rumbos de la vida, dónde el oeste, dónde el sur.
Dónde está el sur en este corazón golpeado por la muerte, debatiéndose entre perros de uniforme y horarios de oficina, entre amores de interregno y duelos despedidos por tarjeta, dónde está la autopista que lleve a un Katmandú sin cáñamo, a un Shangri-La sin pactos de renuncia, dónde está el sur libre de hienas, el viento de la costa sin cenizas de uranio, de nada te valdrá mirar en torno, no hay dónde ahí afuera, apenas esos dóndes que te inventan con plexiglás y Guía Azul.
El dónde es un pez secreto, el dónde es eso que en plena noche te sume en la maraña turbia de las pesadillas donde (donde del dónde) acaso un amigo muerto o una mujer perdida al otro lado de canales y de nieblas te inducen lentamente a la peor de las abominaciones, a la traición o a la renuncia, y cuando brotas de ese pantano viscoso con un grito que te tira de este lado, el dónde estaba ahí, había estado ahí en su contrapartida absoluta para mostrarte el camino, para orientar esa mano que ahora solamente buscará un vaso de agua y un calmante, porque el dónde está aquí y el sur es esto, el mapa con las rutas en ese temblor de náusea que te sube hasta la garganta, mapa del corazón tan pocas veces escuchado, punto de partida que es llegada.
Y en la vigilia está también el sur del corazón, agobiado de teléfonos y primeras planas, encharcado en lo cotidiano. Quisieras irte, quisieras correr, sabes que se puede partir de cualquier cosa, de una caja de fósforos, de un golpe de viento en el tejado, del estudio número 3 de Scriabin, para llegar no sabes bien a qué pero llegar.
Entonces, mira, a veces una muchacha parte en bicicleta, la ves de espaldas alejándose por un camino (¿la Gran Vía, King´s Road, la Avenue de Wagran, un sendero entre álamos, un paso entre colinas?), hermosa y joven la ves de espaldas yéndose, más pequeña ya, resbalando en la tercera dimensión y yéndo y te preguntas si llegará, si salió para llegar, si salió porque quería llegar, y tienes miedo como siempre has tenido miedo por ti mismo, la ves irse tan frágil y blanca en una bicicleta de humo, te gustaría estar con ella, alcanzarla en algún recodo y apoyar una mano en el /manubrio y decir que también tú has salido, que también tú quieres llegar al sur, y sentirte por fin acompañado porque la estás acompañando, larga será la etapa pero allí en lo alto el aire es limpio y no hay papeles y latas en el suelo, hacia el fondo del valle se dibujará por la mañana el ojo celeste de un lago.
Sí, también eso lo sueñas despierto en tu oficina o en la cárcel, mientras te aplauden en un escenario o una cátedra, bruscamente ves el rumbo posible, ves la chica yéndose en su bicicleta o el marinero con su bolsa al hombro, entonces es cierto, entonces hay gente que se va, que parte para llegar, y es como un azote de palomas que te pasa por la cara, por qué no tú, hay tantas bicicletas, tantas bolsas de viaje, las puertas de la ciudad están abiertas todavía, y escondes la cabeza en la almohada, acaso lloras. Porque, son cosas que se saben, la ruta del sur lleva a la muerte, allá, como la vio un poeta, vestida de almirante espera o vestida de sátrapa o de bruja, la muerte coronel o general espera sin apuro, gentil, porque nadie se apura en los aeródromos, no hay cadalsos ni piras, nadie redobla (1) los tambores para anunciar la pena, nadie venda los ojos de los reos ni hay sacerdotes que le den a besar el crucifijo a la mujer atada a la estaca, eso no es ni siquiera Ruán y no es Sing-Sing, no es la Santé, allá la muerte espera disfrazada de nadie, allá nadie es culpable de la muerte, y la violencia es una vacua acusación de subversivos contra la disciplina y la tranquilidad del reino, allá es tierra de paz, de conferencias internacionales, copas de fútbol, ni siquiera los niños revelarán que el rey marcha desnudo en los desfiles, los diarios hablarán de la muerte cuando la sepan lejos, cuando se pueda hablar de quienes mueren a diez mil kilómetros, entonces sí hablarán, los télex y las fotos hablarán sin mordaza, mostrarán cómo el mundo es una morgue /maloliente mientras el trigo y el ganado, mientras la paz del sur, mientras la civilización cristiana. Cosas que acaso sabe la muchacha perdiéndose a lo lejos, ya inasible silueta en el crepúsculo, y quisieras estar y preguntarle, estar con ella, estar seguro de que sabe, pero cómo alcanzarla cuando el horizonte es una sola línea roja ante la noche (2), cuando en cada encrucijada hay múltiples opciones engañosas y ni siquiera una esfinge para hacerte las preguntas rituales. ¿Habrá llegado al sur? ¿La alcanzarás un día? Nosotros, ¿llegaremos? (Se puede partir de cualquier cosa, una caja de fósforos, una lista de desaparecidos, un viento en el tejado - ) ¿Llegaremos un día? Ella partió en su bicicleta, la viste a la distancia, no volvió la cabeza, no se apartó del rumbo. Acaso entró en el sur, lo vio sucio y golpeado en cuarteles y calles pero sur, esperanza de sur, sur esperanza. ¿Estará sola ahora, estará hablando con gente como ella, mirarán a lo lejos por si otras bicicletas apuntaran filosas? ( - un grito allá abajo en la calle, esa foto del Newsweek - ) ¿Llegaremos un día?
miércoles, 21 de mayo de 2014
GANA QUINO, EL PREMIO PRÍNCIPE DE ASTURIAS, UN DIBUJANTE CRÍTICO DE LA MOVILIDAD URBANA...
Joaquín Salvador Lavado, Quino, el papá de Mafalda, fue galardonado este miércoles con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2014. Quino, que se considera un dibujante político, ha hecho crítica a lo largo de los años y uno de los temas más referente es sobre la movilidad urbana y que siguen vigentes a pesar de que las tiras de Mafalda las dejó de dibujar en 1973. Aquí les presentamos algunas de sus dibujos críticos.
martes, 13 de mayo de 2014
LAS BICICLETAS DE CAFÉ... OBRA DE ERANDINI APARICIO.
Es una serie de dibujos hechos por el artista Erandini Aparicio con una tinta de expresso de la cafetería Finca Riveroll, idea de Oscar Sanchez Riveroll. Se exponen permanentemente junto con muchas piezas más de otros autores en dicha cafetería ubicada en el Andador Coronilla. Regularmente se puede ver la gente tomando café y dibujando con papel y pinceles cortesía del sitio.
Elegante Sobre Ruedas
Dos Bicis.
Cafeína y Ciclismo.
sábado, 1 de marzo de 2014
""BAJO EL SAUCE LLORÓN" OBRA DE HÉCTOR SANCHEZ SALGADO.
"Bajo el Sauce llorón" Obra de Héctor Sánchez Salgado. Técnica: Acrílico sobre vidrio orgánico Medidas: .86cms x 1.24 m
Si visitas el Distrito Federal su obra la puedes ver y comprar tanto en el "Jardín de San Jacinto" todos los sábados de 10 a 17:00 hrs. en San Ángel y en el "Jardín del Arte Sullivan", todos los domingos de 10 a 17:00 hrs., el jardín está entre las calles de Av. Sullivan, Villalongin, Rosas Moreno y Serapio Rendón, atrás del Monumento a la Madre.
Y en el espacio cibernetico en Facebook: Vitro graffiti y en http://vitrografia.blogspot.mx/
sábado, 14 de diciembre de 2013
jueves, 7 de noviembre de 2013
LA BICICLETA DEL ALBERT CAMUS, EN EL RELATO "LOS MUDOS". A 100 AÑOS DE SU NATALICIO
Hoy se conmemora el 100 aniversario del natalicio de Albert Camus, escritor francés, y lo recordamos con una pequeña novela llamada "Los Mudos" y en donde aparece en escena la bicicleta. Dicha novela está dentro del compendio de otros 5 relatos reunidos en un libro llamado EL EXILIO Y EL REINO y que fue publicado en el mismo año en que Camus recibió el Premio Nobel de Literatura (1957).
Albert Camus murió en un accidente automovilístico el 4 de Junio de 1960, que curiosamente un día antes declaró: "No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto", refiriéndose a la muerte del ciclista Fausto Coopi y que por error algunos diarios europeos habían dicho que murió de esa forma.
LOS MUDOS
Era el pleno invierno y, sin embargo, se anuncíaba una mañana radiante en la ciudad ya activa. En el ex-tremo de la escollera, el mar y el cielo se confundían en un mismo resplandor. No obstante, Yvars no los veía. Pedaleaba pesadamente por las avenidas del puerto. Su pierna inválida descansaba inmóvil sobre el pedal fijo de la bicicleta, mientras la otra se esforzaba en vencer a los adoquines, aún mojados por la humedad nocturna. Sin levantar la cabeza, frágil sobre su sillín, evitaba los rieles del antiguo tranvía, se desviaba a un lado con un brusco movimiento del manillar para dejar paso a los automóviles que se le adelantaban y, de vez en cuando, con el codo echaba hacía atrás, sobre sus riñones, la mochila en la que Fernande le había metido el almuerzo. Pensaba entonces amargamente en el contenido de la mochila. Entre las dos gruesas rebanadas de pan, en lugar de la tortilla a la española que tanto a él le gustaba o el filete frito, no había mas que un trozo de queso.
Nunca le había parecido tan largo el camino hasta el taller. Es que iba envejeciendo. A los cuarenta años, y aunque hubiera permanecido seco como un sarmiento de viña, los músculos no entran en calor tan rápidamente. A veces, al leer las crónicas deportivas, en las que se llamaba veterano a un atleta de treinta arios, se encogía de hombros. <> A los treinta años se empieza ya imperceptiblemente a perder el aliento. A los cuarenta no se es un carcamal, no, pero ya se está preparando uno para serlo desde lejos, con un poco de anticipación. ¿No sería por eso, por lo que desde hacía ya algún tiempo no miraba al mar durante el trayecto que recorría hasta el otro extremo de la ciudad, donde estaba la fabrica de toneles? Cuando tenía veinte años no se cansaba de contemplarlo; el mar le prometía un fin de semana feliz en la playa. A pesar de su cojera, o precisamente a causa de ella, siempre le había gustado la natación. Luego pasaron los años, se casó con Fernande, nació el chico y para vivir tuvo que hacer horas extraordinarias los sábados en la tonelería, y chapuzas en casas particulares los domingos. Poco a poco había perdido la costumbre de aquellas jornadas violentas que le sacíaban. El agua profunda y clara, el sol ,fuerte, las, muchachas, la vida física, no había otra clase de felicidad en su país, Y esa felicidad pasaba con la juventud. A Yvars continuaba gustándole el mar, pero solo al caer el día, cuando las aguas de la bahía se oscurecían un poco. Era apacible y agradable el momento que pasaba en la terraza de su casa, donde se sentaba después del trabajo, contento con su camisa limpia que Femande sabia planchar tan bien, y con el vasito de anís coronado de vaho. Entonces caía la tarde, una breve suavidad aparecía en el cielo y los vecinos que hablaban con Yvars bajaban de pronto la voz. En tales momentos, no sabía si era feliz o si tenía ganas de llorar. Por lo menos estaba en paz en esos momentos, no tenía otra cosa que si no esperar, tranquilamente, sin saber demasiado qué esperaba.
Por las mañanas, cuando iba al trabajo, en cambio, ya no le gustaba mirar al mar, siempre fiel a la cita, y que solo volvería a ver por la tarde. Aquella mañana rodaba, con la cabeza gacha, mas pesadamente aun que de costumbre; el corazón también le pesaba. La noche anterior, cuando volvió de la reunión y anuncié a Fernande que tornarían al trabajo, ella había dicho, alegre:
—Entonces, ¿el patrón os sube el sueldo?
El patrón no les subía el sueldo; la huelga había fracasado. Debían reconocer que no habían llevado con mucho tino el asunto. Era una huelga suscitada por la rabia y el sindicato había tenido razón en apoyarlos tibiamente. Además, quince obreros no eran gran cosa; el sindicato tenía en cuenta el caso de otras fábricas de toneles que no habían ido a la huelga. No se les podía reprochar demasiado. La industria tonelera, amenazada por la construcción de barcos y de camiones cisternas, no estaba muy floreciente. Cada vez se hacían menos barriles y pipas; fundamentalmente, se reparaban las grandes cubas que ya existían. Los patronos veían comprometidos sus negocios, es verdad, pero así y todo querían conservar un margen de beneficios, y lo más sencillo les parecía mantener congelados los salarios a pesar de la subida de los precios. ¿Qué podían hacer los toneleros, cuando su industria desaparecía? Uno no cambia de oficio cuando se ha hecho el esfuerzo de aprenderlo; ése era difícil y exigía un largo aprendizaje. El buen tonelero, el que ajusta herméticamente las duelas curvas y las aprieta al fuego y con el cincho de hierro, sin utilizar estopa ni rafia, es raro. Yvars lo sabía y estaba orgulloso de ser uno de ellos. Cambiar de oficio no es nada, pero renuncíar a lo que uno sabe, a su propia maestría, no es fácil. Era un hermoso oficio sin empleo. Estaban aviados y había que resignarse. Pero tampoco la resignación era fácil; era difícil mantener la boca cerrada, no poder realmente discutir y tener que hacer el mismo camino todas las mañanas con un cansancio que va acumulándose para recibir, al terminar la semana, solo lo que le quieren dar a uno y que cada día es mas insuficiente.
Por las mañanas, cuando iba al trabajo, en cambio, ya no le gustaba mirar al mar, siempre fiel a la cita, y que solo volvería a ver por la tarde. Aquella mañana rodaba, con la cabeza gacha, mas pesadamente aun que de costumbre; el corazón también le pesaba. La noche anterior, cuando volvió de la reunión y anuncié a Fernande que tornarían al trabajo, ella había dicho, alegre:
—Entonces, ¿el patrón os sube el sueldo?
El patrón no les subía el sueldo; la huelga había fracasado. Debían reconocer que no habían llevado con mucho tino el asunto. Era una huelga suscitada por la rabia y el sindicato había tenido razón en apoyarlos tibiamente. Además, quince obreros no eran gran cosa; el sindicato tenía en cuenta el caso de otras fábricas de toneles que no habían ido a la huelga. No se les podía reprochar demasiado. La industria tonelera, amenazada por la construcción de barcos y de camiones cisternas, no estaba muy floreciente. Cada vez se hacían menos barriles y pipas; fundamentalmente, se reparaban las grandes cubas que ya existían. Los patronos veían comprometidos sus negocios, es verdad, pero así y todo querían conservar un margen de beneficios, y lo más sencillo les parecía mantener congelados los salarios a pesar de la subida de los precios. ¿Qué podían hacer los toneleros, cuando su industria desaparecía? Uno no cambia de oficio cuando se ha hecho el esfuerzo de aprenderlo; ése era difícil y exigía un largo aprendizaje. El buen tonelero, el que ajusta herméticamente las duelas curvas y las aprieta al fuego y con el cincho de hierro, sin utilizar estopa ni rafia, es raro. Yvars lo sabía y estaba orgulloso de ser uno de ellos. Cambiar de oficio no es nada, pero renuncíar a lo que uno sabe, a su propia maestría, no es fácil. Era un hermoso oficio sin empleo. Estaban aviados y había que resignarse. Pero tampoco la resignación era fácil; era difícil mantener la boca cerrada, no poder realmente discutir y tener que hacer el mismo camino todas las mañanas con un cansancio que va acumulándose para recibir, al terminar la semana, solo lo que le quieren dar a uno y que cada día es mas insuficiente.
Entonces se habían encolerizado. Había dos o tres que vacilaban; pero también a ellos les había ganado la cólera después de las primeras discusiones con el patrón. Este, en efecto, había dicho con tono seco que o lo tomaban o lo dejaban. Un hombre no habla así.
—¿Qué se cree ése? —había dicho Espósito—. ¿Qué vamos a bajarnos los pantalones?
Por lo demás, el patrón no era un mal hombre. Había heredado el negocio del padre y crecido en el taller, de manera que conocía desde hacía años a casi todos los obreros. A veces los invitaba a merendar en la tonelería; asaban sardinas o morcillas en el fuego de virutas y corría el vinillo. En verdad era muy amable. Para Año Nuevo siempre regalaba cinco botellas de vino a cada obrero y, a menudo, cuando entre ellos había algún enfermo o sencillamente se producía un acontecimiento, una boda o una comunión, les hacía un regalo en dinero. Cuando le nació la hija, hubo confites para todo el mundo. Dos o tres veces había invitado a Yvars a cazar en su finca del litoral. Sin duda apreciaba a sus obreros y con frecuencía recordaba que su padre había comenzado como aprendiz. Pero jamás había ido a visitarlos en sus casas, no se daba cuenta. Solo pensaba en él mismo, porque no conocía otra cosa. Y ahora lo tomaban o lo dejaban. Dicho de otra manera, también él se había obstinado, solo que él podía permitírselo.
Habían forzado la mano en el sindicato y el taller cerró las puertas.
—No os molestéis en montar piquetes de huelga —había dicho el patrón-. Cuando el taller no trabaja, yo ahorro.
No era cierto, pero eso no había arreglado las cosas puesto que les decía así en plena cara que les daba trabajo por caridad. Espósito se puso rabioso y le dijo que no era un hombre. El otro tenía la sangre caliente; hubo que separarlos. Pero los obreros habían quedado impresionados. Veinte días de huelga, las mujeres tristes en la casa, dos o tres de ellos desalentados y, para
terminar, el sindicato había aconsejado ceder, con la promesa de un arbitraje y de una recuperación de los días de huelga con horas suplementarias. Habían decidido volver al trabajo; claro está que echando bravatas, diciendo que aun el asunto no había terminado, que iba a replantearse. Pero aquella mañana, un cansancio que se parecía al peso de la derrota, el queso en lugar de la carne; no, ya no era posible la ilusión. Por mucho que brillase el sol, el mar ya no le prometía nada. A Yvars, apoyado en su único pedal, le parecía que envejecía un poco más a cada giro de las ruedas. No podía pensar en el taller, en los compañeros y en el patrón que iba a volver a ver, sin sentir en el corazón un peso cada vez mayor. Fernande se había inquietado.
—¿Qué vais a decirle?
—Nada.
Yvars había montado en la bicicleta y meneado la cabeza. Había apretado los dientes y fruncido la expresión de su cara morena y arrugada, de finos rasgos.
—Trabajamos. Eso basta.
Ahora iba en la bicicleta, con los dientes todavía apretados y una ira triste y seca que lo ensombrecía todo, hasta el cielo. Abandonó el bulevar y se metió por las calles humedas del viejo barrio español. Desembocaban en una zona ocupada solo por cocheras, depósitos de chatarra y garajes, donde estaba el taller: una nave con paredes de mampostería hasta la mitad y de cristal luego, hasta el tejado de chapa ondulada. El taller daba a la antigua fabrica de toneles, un espacio amplio, rodeado de viejos patios cubiertos, que habían abandonado cuando la empresa creció, y que ahora no era más que un deposito de máquinas usadas y de viejos toneles. Más allá del patio, separado de éste por una especie de camino cubierto por viejas tejas, comenzaba el jardín del patrón, al término del cual se levantaba la casa. Grande y fea, era, con todo, agradable con su viña y con su escuálida madreselva que rodeaba la escalera exterior.
—¿Qué se cree ése? —había dicho Espósito—. ¿Qué vamos a bajarnos los pantalones?
Por lo demás, el patrón no era un mal hombre. Había heredado el negocio del padre y crecido en el taller, de manera que conocía desde hacía años a casi todos los obreros. A veces los invitaba a merendar en la tonelería; asaban sardinas o morcillas en el fuego de virutas y corría el vinillo. En verdad era muy amable. Para Año Nuevo siempre regalaba cinco botellas de vino a cada obrero y, a menudo, cuando entre ellos había algún enfermo o sencillamente se producía un acontecimiento, una boda o una comunión, les hacía un regalo en dinero. Cuando le nació la hija, hubo confites para todo el mundo. Dos o tres veces había invitado a Yvars a cazar en su finca del litoral. Sin duda apreciaba a sus obreros y con frecuencía recordaba que su padre había comenzado como aprendiz. Pero jamás había ido a visitarlos en sus casas, no se daba cuenta. Solo pensaba en él mismo, porque no conocía otra cosa. Y ahora lo tomaban o lo dejaban. Dicho de otra manera, también él se había obstinado, solo que él podía permitírselo.
Habían forzado la mano en el sindicato y el taller cerró las puertas.
—No os molestéis en montar piquetes de huelga —había dicho el patrón-. Cuando el taller no trabaja, yo ahorro.
No era cierto, pero eso no había arreglado las cosas puesto que les decía así en plena cara que les daba trabajo por caridad. Espósito se puso rabioso y le dijo que no era un hombre. El otro tenía la sangre caliente; hubo que separarlos. Pero los obreros habían quedado impresionados. Veinte días de huelga, las mujeres tristes en la casa, dos o tres de ellos desalentados y, para
terminar, el sindicato había aconsejado ceder, con la promesa de un arbitraje y de una recuperación de los días de huelga con horas suplementarias. Habían decidido volver al trabajo; claro está que echando bravatas, diciendo que aun el asunto no había terminado, que iba a replantearse. Pero aquella mañana, un cansancio que se parecía al peso de la derrota, el queso en lugar de la carne; no, ya no era posible la ilusión. Por mucho que brillase el sol, el mar ya no le prometía nada. A Yvars, apoyado en su único pedal, le parecía que envejecía un poco más a cada giro de las ruedas. No podía pensar en el taller, en los compañeros y en el patrón que iba a volver a ver, sin sentir en el corazón un peso cada vez mayor. Fernande se había inquietado.
—¿Qué vais a decirle?
—Nada.
Yvars había montado en la bicicleta y meneado la cabeza. Había apretado los dientes y fruncido la expresión de su cara morena y arrugada, de finos rasgos.
—Trabajamos. Eso basta.
Ahora iba en la bicicleta, con los dientes todavía apretados y una ira triste y seca que lo ensombrecía todo, hasta el cielo. Abandonó el bulevar y se metió por las calles humedas del viejo barrio español. Desembocaban en una zona ocupada solo por cocheras, depósitos de chatarra y garajes, donde estaba el taller: una nave con paredes de mampostería hasta la mitad y de cristal luego, hasta el tejado de chapa ondulada. El taller daba a la antigua fabrica de toneles, un espacio amplio, rodeado de viejos patios cubiertos, que habían abandonado cuando la empresa creció, y que ahora no era más que un deposito de máquinas usadas y de viejos toneles. Más allá del patio, separado de éste por una especie de camino cubierto por viejas tejas, comenzaba el jardín del patrón, al término del cual se levantaba la casa. Grande y fea, era, con todo, agradable con su viña y con su escuálida madreselva que rodeaba la escalera exterior.
Yvars vio en seguida que las puertas del taller estaban cerradas. Ante ellas había un grupo de obreros, en silencio. Desde que trabajaba allí era la primera Vez que al llegar encontraba las puertas cerradas. El patrón había querido impresionarles. Yvars se dirigió hacia la izquierda, colocó la bicicleta bajo el tejadillo que prolongaba la nave por aquel lado y se encaminó a la puerta. De lejos reconoció a Espósito, un joven moreno y velloso, que trabajaba junto a él; a Marcou, el delegado sindical, con su pinta de tenor; a Said, el único árabe del taller, y luego a todos los demás que, silenciosos, le miraban. Pero antes de que Yvars se hubiera reunido con ellos, se volvieron bruscamente hacía las puerta del taller, que acababan de entreabrirse. Ballester, el capataz, apareció en el umbral. Abría una de las pesadas puertas y, volviendo las espaldas a los obreros, la empujaba lentamente sobre los rieles.
Ballester, que era el más viejo de todos, no aprobaba la huelga, pero se había callado a partir del momento en que Espósito le había dicho que su actitud servía a los intereses del patrón. Ahora estaba junto a la puerta, rechoncho en su jersey azul marino, ya descalzo (él y Said eran los únicos que trabajaban descalzos) y los miraba entrar, uno a uno, con sus ojos tan claros que parecían sin color, en su viejo rostro cetrino, con la boca triste bajo los bigotes espesos y caídos. Ellos permanecían callados, humillados por esa entrada de vencidos, furiosos por su propio silencio, pero cada vez menos capaces de romperlo, a medida que se prolongaba. Pasaban sin mirar a Ballester, quien, lo sabían, ejecutaba una orden al hacerlos entrar de esa manera, y cuyo aire amargo y apesadumbrado les indicaba lo que pensaba. Yvars si lo miro. Ballester, que le apreciaba, meneó la cabeza sin decir nada.
Ahora estaban todos en el pequeño vestuario situado la derecha de la entrada: compartimentos, separados por tablas de madera blanca, en las que se habían colgado armaritos que podían cerrarse con llave. El último compartimento a partir de la entrada y pegado a las paredes de la nave se había transformado en cuarto de duchas, construido sobre un conducto de desagüe que se había excavado en el suelo, de tierra apisonada. En el centro de la nave se veían, según los lugares de trabajo, barricas ya terminadas, pero cuyos cinchos estaban aún flojos y que esperaban el tratamiento del fuego: bancos macizos, con una larga hendidura (y en algunos de ellos, fondos de maderas circulares, que aguardaban el tratamiento de la garlopa), y por fin, tizones apagados. A lo largo de la pared y a la izquierda de la entrada, se alineaban los bancos de los obreros. Ante ellos, se veían las pilas de duelas que había que repasar con el cepillo. Contra la pared de la derecha, no lejos del vestuario, dos grandes sierras mecánicas resplandecían, bien aceitadas, sólidas y silenciosas.
Desde hacía mucho la nave resultaba demasiado grande para el puñado de hombres que trabajaban en ella. Eso era una ventaja durante los meses de grandes calores y un inconveniente en invierno. Pero aquel día, en ese gran espacio, el trabajo interrumpido, los toneles abandonados en los rincones con el único cincho que reunía los pies de las duelas, abiertas por arriba como toscas flores de madera, el aserrín que cubría los bancos, las cajas de las herramientas y las maquinas, todo daba al taller un aspecto de abandono. Los obreros lo miraban vestidos ahora con sus viejos jerséis, con sus pantalones descoloridos y remendados, y vacilaban. Ballesrer los observaba.
—Bueno, ¿vamos?
Uno a uno se fueron hasta su puesto de trabajo, sin decir palabra. Ballester iba de un lugar a otro, para recordarles brevemente la tarea que había que comenzar o que terminar. Nadie le respondía. Pronto el primer martillo resonó contra la cuña de madera aherrojada que ajustaba un cincho en la parte hinchada de un tonel. Una garlopa gimió en un nudo de madera y una de las sierras, manejadas por Espósito, arrancó con gran estrépito de hojas de acero. Said, cuando se lo pedían, llevaba las duelas o encendía los fuegos de virutas sobre los que se colocaban los toneles para que se hincharan dentro de sus cinturones de hierro. Cuando nadie le reclamaba, se iba a los bancos donde, con fuertes martillazos, remachaba los anchos cinchos oxidados. El olor de la viruta quemada comenzaba a llenar la nave, Yvars, que repasaba con el cepillo y ajustaba las duelas cortadas por Espósito, reconoció el viejo perfume y el corazón se le ensancho un poco. Todos trabajaban en silencio, pero cierto calor, cierta vida, renacían poco a poco en el taller. A través de los grandes ventanales penetraba una luz fresca, que llenaba la nave. El humo adquiríaun color azul, en medio del aire dorado; Yvars oyó zumbar un insecto junto a él.
En ese momento se abrió en la pared del fondo la puerta que daba a la antigua tonelería y el señor Lassalle, el patrón, apareció en el umbral. Delgado y moreno, apenas había pasado los treinta años. Con su camisa blanca muy abierta bajo un traje de gabardina beige, daba la impresión de sentirse a sus anchas en su cuerpo. A pesar del rostro muy huesudo, que parecía tallado con hoja de cuchillo, generalmente inspiraba simpatía, como la mayor parte de la gente a la que el deporte da soltura a sus innovamientos. Sin embargo, parecía un poco confuso al trasponer la puerta. Su <—¿Qué tal, hijo? —pregunto el señor Lassalle.
Los movimientos del joven se hicieron torpes de repente. Lanzó una mirada a Espósito, que cerca de él apilaba en sus brazos enormes un montón de duelas para llevárselas a Yvars. Espósito también lo miro, sin dejar de trabajar, y Valéry hundió la nariz en su barrica, sin responder al patrón. Lassalle, un poco cohibido, se quedo un instante plantado frente al joven; luego se encogió de hombros y se volvió hacía Marcou. Este, a horcajadas sobre su banco, terminaba de afilar, con golpecitos lentos y precisos, el borde de un fondo.
—Buenos días, Marcou —dijo Lassalle con tono más seco. Marcou no respondió, atento tan solo a no quitar de la madera que trabajaba más que unas virutas muy ligeras.
—Pero ¿qué os pasa? —gritó Lassalle en voz alta y dirigiéndose esta vez a los otros obreros—. Ya sabemos que no llegamos a un acuerdo, pero eso no evita que tengamos que trabajar juntos, Entonces, ¿qué sentido tiene esto?
Marcou se irguió, levanté el fondo de la barrica, verifico con la mano el borde circular, entornó sus ojos lánguidos, con aire de gran satisfacción y, sin contestar, se dirigió hacia otro obrero, que armaba un tonel. En todo el taller no se oía sino el ruido de los martillos y de la sierra mecánica.
—Bueno —dijo Lassalle, cuando se os pase, hacédmelo saber por Ballester —y con paso tranquilo salió del taller.
Casi inmediatamente resoné por dos veces un timbre que cubrió el estrépito del taller. Ballester, que acababa de sentarse para liar un cigarrillo, se levanté pesadamente y salió por la puerta del fondo. Después los martillos golpearon con menos fuerza y hasta uno de los obreros había suspendido su trabajo, cuando Ballester volvió. Desde la puerta dijo solamente:
—Marcou, Yvars, os llama el patrón.
El primer impulso de Yvars fue ir a lavarse las manos, pero Marcou le cogió por un brazo al pasar y él lo siguió cojeando.
Afuera, en el patio, la luz era tan fresca, tan liquida, que Yvars la sentía en el rostro y en los brazos desnudos. Subieron por la escalera exterior, bajo la madreselva, que empezaba ya a florecer. Cuando entraron en el pasillo con las paredes cubiertas de diplomas, oyeron un llanto de niño y la voz de la señora de Lassalle que decía:
—La acostarás después del almuerzo. Llamaremos al médico, si no se le pasa.
Luego el patrón apareció en el pasillo y les hizo entrar en el pequeño despacho que ellos ya conocían, con muebles de false estilo rustico y las paredes adornadas con trofeos deportivos.
—Siéntense —dijo Lassalle ocupando su lugar detrás del escritorio. Ellos permanecieron de pie-. Los hice venir —prosiguió—porque usted, Marcou, es el delegado, y tu, Yvars, mi empleado más antiguo después de Ballester. No quiero reanudar las discusiones que ya han terminado. No puedo, en modo alguno, darles Io que me piden. La cuestión está zanjada. Hemos llegado a la conclusión de que había que volver al trabajo. Veo que me guardan rencor y eso me resulta penoso. Les digo lo que siento. Sencillamente quiero agregar esto: Io que no puede hacer hoy, tal vez pueda hacerlo cuando los negocios se recuperen. Y si puedo hacerlo, lo haré aun antes de que ustedes me lo pidan. Mientras tanto, procuremos trabajar de acuerdo.
Se cayó, pareció reflexionar; luego alzó los ojos hacía ellos.
—¿Entonces?
Marcou miraba hacia afuera. Yvars, con los dientes apretados, quería hablar, pero no podía.
—Oigan —dijo Lassalle- ustedes se han obcecado.
Ya se les pasara; pero cuando hayan vuelto a ser razonables, no olviden lo que acabo de decirles.
Se levantó, se acercó a Marcou y le tendió la mano.
—¡Chao! —dijo.
Marcou se puso repentinamente pálido. Se le endureció el rostro de cantante que, por el espacio de un segundo, adquirió una expresión de maldad. Luego se volvió bruscamente y salió. Lassalle, también pálido, miró a Yvars, sin tenderle la mano.
—¡Váyanse a tomar por saco! —gritó.
Cuando volvieron al taller, los obreros estaban almorzando. Ballester había salido. Marcou dijo tan solo:
—Palabras.
Y volvió a su lugar de trabajo. Espósito dejó de morder su pan para preguntar qué habían respondido ellos.
Yvars dijo que no habían respondido nada. Luego se fue a buscar su morral y volvió para sentarse sobre el banco en que trabajaba. Comenzaba a comer cuando, no lejos de él, advirtió la presencia de Said, tumbado boca arriba sobre un montón de virutas, con la mirada perdida en los ventanales, azulados por un cielo ahora menos luminoso. Le pregunté si había terminado. Said le dijo que ya se había comido sus higos. Yvars dejó de comer. El malestar, que no le había abandonado desde la entrevista con Lassalle, desapareció de pronto para dejar lugar a un calor bienhechor. Se levanté, partió su pan y dijo, ante la negativa de Said, que la semana siguiente todo iría mejor.
—Entonces me invitarás tu —dijo. Said sonrió. Comenzó a masticar un trozo del bocadillo de Yvars, pero lentamente, como si no tuviera hambre.
Espósito tomo una cacerola vieja y encendió un fuego de virutas y madera. En él recalenté el café, que había llevado en una botella. Dijo que era un regalo para el taller que su tendero le había hecho cuando se enteró del fracaso de la huelga. Un vaso vacio de mostaza circuló de mano en mano. Cada vez Espósito vertía el café, ya azucarado. Said se lo trago con más gusto que el que había mostrado en comer. Espósito bebía el resto del café de la misma cacerola hirviente, haciendo restallar los labios y lanzando juramentos. En ese momento entró Ballester, para anunciar el retorno al trabajo.
Mientras ellos se levantaban, recogían los papeles y metían las tarteras en sus morrales, Ballester fue a colocarse en medio de ellos y dijo de pronto que era un golpe duro para todos, y para él también, pero que esa no era una razón para conducirse como críos, y que no se ganaba nada con refunfuñar. Espósito, con la cacerola en la mano, se volvió hacía él. De pronto se le había puesto rojo el rostro espeso y largo. Yvars sabía lo que iba a decir y que en ese momento todos pensaban lo mismo: que no refunfuñaban, que se les había cerrado la boca, que era lo tomas o lo dejas, y que la rabia y la impotencia duelen a veces tanto que ni siquiera se puede gritar. Ellos eran hombres; eso era todo, y no iban ahora a ponerse a hacer sonrisas y carantoñas. Pero Espósito no dijo nada de todo eso. Por fin, se le aclaró el rostro y dio un suave golpecito a Ballester en el hombro, mientras los otros volvían al trabajo. De nuevo resonaron los martillos, la gran nave se lleno del familiar estrépito, del olor a viruta y a las viejas ropas empapadas de sudor. La enorme sierra zumbaba y mordía la madera fresca de la duela que Espósito empujaba lentamente ante sí. En el lugar de la mordedura, saltaba un serrín mojado, que cubría como con una especie de ralladura de pan, las gruesas manos velludas firmemente apretadas sobre la madera, a cada lado de la rugiente hoja. Cuando la duela quedaba cortada, solo se oía elruido del motor.
Yvars sentía ahora, inclinado sobre la garlopa, las agujetas de la espalda. De ordinario, el cansancio llegaba algo mas tarde. Había perdido el entrenamiento durante aquellas semanas de inacción; era evidente. Pero también pensaba en la edad, que hace más duro el trabajo manual cuando ese trabajo no es de simple precisión. Aquellas agujetas le anunciaban también la vejez. Cuando intervienen los músculos el trabajo termina por hacerse una maldición, precede a la muerte, y en los días de grandes esfuerzos el sueño es justamente como la muerte. El chico quería ser maestro y tenía razón. Los que pronunciaban discursos sobre el trabajo manual no sabían de qué hablaban.
Cuando Yvars se irguió para recuperar la respiración y también para ahuyentar aquellos malos pensamientos, volvió a sonar el timbre. Sonaba insistentemente, pero de manera tan curiosa, con breves intervalos para hacerse luego oír imperiosamente, que los obreros dejaron de trabajar. Ballester escuchaba sorprendido, luego se decidió y se dirigió lentamente a la puerta. Había desaparecido hacía algunos segundos, cuando el timbre dejó por fin de sonar. Todos volvieron al trabajo. De nuevo, la puerta se abrió brutalmente y Ballester corrió hacía el vestuario. En seguida salió de él calzado con alpargatas y, mientras se ponía la chaqueta, dijo a Yvars al pasar:
—La niña tuvo un ataque. Voy a buscar a Germain.
Y se precipito hacía la puerta. El doctor Germain era el que atendía al personal del taller. Vivía en el barrio. Yvars repitió la noticia sin comentarios. Se habían reunido todos alrededor de él, confusos. Solo se oía el motor de la sierra mecánica, que giraba libremente.
—Quizá no sea nada —dijo uno de ellos. Volvieron a sus puestos. El taller se lleno de nuevo con sus ruidos habituales, pero los hombres trabajaban lentamente, como si esperaran algo.
Al cabo de un cuarto de hora, Ballester entró de nuevo, se quitó la chaqueta y sin decir palabra volvió a salir por la puerta pequeña. A través de los ventanales, la luz iba debilitándose. Un poco después, en los intervalos en que la sierra no mordía la madera, se oyó la sorda sirena de un coche ambulancia, primero lejana, luego más próxima, por fin presente, y ahora silenciosa. Al cabo de un rato volvió Ballester y todos se precipitaron hacía él. Espósito había detenido el motor. Ballester dijo que al desnudarse en su habitación, la niña había caído desplomada, como si la hubieran segado.
—¡Vaya! —dijo Marcou. Ballester meneo la cabeza e hizo un ademán vago hacía el taller; pero parecía conmovido. Se oyó de nuevo la sirena de la ambulancia. Estaban todos allí, en el taller silencioso, bajo las oleadas de luz amarilla que arrojaban los ventanales, con sus toscas manos inútiles que les pendían a lo largo de los viejos pantalones cubiertos de aserrín.
El resto de la tarde fue arrastrándose. Yvars no sentía más que su cansancio y la congoja de su corazón. Habría querido hablar, pero no tenía nada que decir y los otros tampoco. En sus rostros taciturnos se leía solo la pena y una especie de obstinación. A veces, en su interior se formaba palabra <>, pero apenas, pues desaparecía inmediatamente, como una burbuja que nace y estalla al mismo tiempo. Tenía ganas de regresar a su casa, de volver a ver a Fernande, al muchacho, y también la terraza. Justamente en ese momento, Ballester anunció el fin de la jornada. Las máquinas se detuvieron. Sin apresurarse, comenzaron a apagar los fuegos y a poner orden en sus puestos. Luego fueron uno a uno al vestuario, Said fue el ultimo. A él le tocaba limpiar los lugares de trabajo y regar el suelo polvoriento. Cuando Yvars llegó al vestuario, Espósito, enorme y velloso, ya estaba bajo la ducha. Les volvía la espalda mientras se jabonaba con gran estrépito. En general se le dirigían bromas por su pudor. En efecto, aquel gran oso escondía obstinadamente sus partes nobles; pero ese día nadie pareció advertirlo. Espósito salió andando hacía atrás y se puso alrededor de la cintura una toalla, a manera de taparrabo. Los otros esperaban su turno y Marcou se golpeaba vigorosamente los costados desnudos, cuando oyeron que la gran puerta delantera rodaba lentamente sobre los rieles. Entro Lassalle.
Iba vestido como en el momento de su primera visita, pero llevaba el pelo un poco revuelto. Se detuvo en el umbral, contempló el vasto taller vacio, dio algunos pasos, se detuvo un instante y miré hacía el vestuario. Espósito, todavía cubierto por su taparrabo, se volvió hacia él. Desnudo, cohibido, se balanceaba un poco, apoyándose en un pie y luego en el otro, Yvars pensó que le tocaba a Marcou decir algo, pero Marcou se mantenía invisible detrás de la lluvia de agua que lo rodeaba.
Espósito se apoderé de una camisa y se la estaba poniendo prestamente, cuando Lassalle dijo:
—Buenas tardes —con voz un poco desentonada, y se dirigió hacía la puerta del fondo. Cuando Yvars pensó que había que llamarlo, la puerta ya se había cerrado.
Entonces Yvars volvió a vestirse, sin lavarse, y también él dijo <>, pero con todo su corazón. Y los otros le respondieron con el mismo calor. Salió rápidamente, se acercó a la bicicleta y cuando la montó. Sintió de nuevo las agujetas. Ahora rodaba en medio de la tarde que moría, a través de la ciudad llena de obstáculos. Iba rápido, quería volver a ver la vieja casa y la terraza. Se lavaría en la pila antes de sentarse y de contemplar el mar que ya Io acompañaba, más oscuro que por la mañana, detrás, del bulevar, Pero la niña también le acompañaba y no podía dejar de pensar en ella.
Cuando llegó a casa, el chico ya había vuelto de la escuela y estaba leyendo tebeos. Fernande pregunto a Yvars si todo había ido bien. El no dijo nada, se lavó en la pila y luego se sentó en el banco, contra la pared de la terraza. Por encima de él pendía ropa blanca remendada. El cielo se hacía transparente; mas allá de la pared, podía verse el mar suave de la tarde. Fernande Ie llevó el anís, dos vasos y el botijo de agua fresca. Luego se sentó junto al marido. Él le contó todo, mientras la tenía cogida de la mano, como en los primeros tiempos de su matrimonio. Cuando terminó, Yvars se quedó inmóvil, vuelto hacía el mar, donde bajaba ya, de un extremo a otro del horizonte, el rápido crepúsculo.
—¡Ah, el tiene La culpa!—dijo. Y hubiera querido ser joven y que Fernande también lo fuera, y entonces se habrían ido, al otro lado del mar.
Ballester, que era el más viejo de todos, no aprobaba la huelga, pero se había callado a partir del momento en que Espósito le había dicho que su actitud servía a los intereses del patrón. Ahora estaba junto a la puerta, rechoncho en su jersey azul marino, ya descalzo (él y Said eran los únicos que trabajaban descalzos) y los miraba entrar, uno a uno, con sus ojos tan claros que parecían sin color, en su viejo rostro cetrino, con la boca triste bajo los bigotes espesos y caídos. Ellos permanecían callados, humillados por esa entrada de vencidos, furiosos por su propio silencio, pero cada vez menos capaces de romperlo, a medida que se prolongaba. Pasaban sin mirar a Ballester, quien, lo sabían, ejecutaba una orden al hacerlos entrar de esa manera, y cuyo aire amargo y apesadumbrado les indicaba lo que pensaba. Yvars si lo miro. Ballester, que le apreciaba, meneó la cabeza sin decir nada.
Ahora estaban todos en el pequeño vestuario situado la derecha de la entrada: compartimentos, separados por tablas de madera blanca, en las que se habían colgado armaritos que podían cerrarse con llave. El último compartimento a partir de la entrada y pegado a las paredes de la nave se había transformado en cuarto de duchas, construido sobre un conducto de desagüe que se había excavado en el suelo, de tierra apisonada. En el centro de la nave se veían, según los lugares de trabajo, barricas ya terminadas, pero cuyos cinchos estaban aún flojos y que esperaban el tratamiento del fuego: bancos macizos, con una larga hendidura (y en algunos de ellos, fondos de maderas circulares, que aguardaban el tratamiento de la garlopa), y por fin, tizones apagados. A lo largo de la pared y a la izquierda de la entrada, se alineaban los bancos de los obreros. Ante ellos, se veían las pilas de duelas que había que repasar con el cepillo. Contra la pared de la derecha, no lejos del vestuario, dos grandes sierras mecánicas resplandecían, bien aceitadas, sólidas y silenciosas.
Desde hacía mucho la nave resultaba demasiado grande para el puñado de hombres que trabajaban en ella. Eso era una ventaja durante los meses de grandes calores y un inconveniente en invierno. Pero aquel día, en ese gran espacio, el trabajo interrumpido, los toneles abandonados en los rincones con el único cincho que reunía los pies de las duelas, abiertas por arriba como toscas flores de madera, el aserrín que cubría los bancos, las cajas de las herramientas y las maquinas, todo daba al taller un aspecto de abandono. Los obreros lo miraban vestidos ahora con sus viejos jerséis, con sus pantalones descoloridos y remendados, y vacilaban. Ballesrer los observaba.
—Bueno, ¿vamos?
Uno a uno se fueron hasta su puesto de trabajo, sin decir palabra. Ballester iba de un lugar a otro, para recordarles brevemente la tarea que había que comenzar o que terminar. Nadie le respondía. Pronto el primer martillo resonó contra la cuña de madera aherrojada que ajustaba un cincho en la parte hinchada de un tonel. Una garlopa gimió en un nudo de madera y una de las sierras, manejadas por Espósito, arrancó con gran estrépito de hojas de acero. Said, cuando se lo pedían, llevaba las duelas o encendía los fuegos de virutas sobre los que se colocaban los toneles para que se hincharan dentro de sus cinturones de hierro. Cuando nadie le reclamaba, se iba a los bancos donde, con fuertes martillazos, remachaba los anchos cinchos oxidados. El olor de la viruta quemada comenzaba a llenar la nave, Yvars, que repasaba con el cepillo y ajustaba las duelas cortadas por Espósito, reconoció el viejo perfume y el corazón se le ensancho un poco. Todos trabajaban en silencio, pero cierto calor, cierta vida, renacían poco a poco en el taller. A través de los grandes ventanales penetraba una luz fresca, que llenaba la nave. El humo adquiríaun color azul, en medio del aire dorado; Yvars oyó zumbar un insecto junto a él.
En ese momento se abrió en la pared del fondo la puerta que daba a la antigua tonelería y el señor Lassalle, el patrón, apareció en el umbral. Delgado y moreno, apenas había pasado los treinta años. Con su camisa blanca muy abierta bajo un traje de gabardina beige, daba la impresión de sentirse a sus anchas en su cuerpo. A pesar del rostro muy huesudo, que parecía tallado con hoja de cuchillo, generalmente inspiraba simpatía, como la mayor parte de la gente a la que el deporte da soltura a sus innovamientos. Sin embargo, parecía un poco confuso al trasponer la puerta. Su <
Los movimientos del joven se hicieron torpes de repente. Lanzó una mirada a Espósito, que cerca de él apilaba en sus brazos enormes un montón de duelas para llevárselas a Yvars. Espósito también lo miro, sin dejar de trabajar, y Valéry hundió la nariz en su barrica, sin responder al patrón. Lassalle, un poco cohibido, se quedo un instante plantado frente al joven; luego se encogió de hombros y se volvió hacía Marcou. Este, a horcajadas sobre su banco, terminaba de afilar, con golpecitos lentos y precisos, el borde de un fondo.
—Buenos días, Marcou —dijo Lassalle con tono más seco. Marcou no respondió, atento tan solo a no quitar de la madera que trabajaba más que unas virutas muy ligeras.
—Pero ¿qué os pasa? —gritó Lassalle en voz alta y dirigiéndose esta vez a los otros obreros—. Ya sabemos que no llegamos a un acuerdo, pero eso no evita que tengamos que trabajar juntos, Entonces, ¿qué sentido tiene esto?
Marcou se irguió, levanté el fondo de la barrica, verifico con la mano el borde circular, entornó sus ojos lánguidos, con aire de gran satisfacción y, sin contestar, se dirigió hacia otro obrero, que armaba un tonel. En todo el taller no se oía sino el ruido de los martillos y de la sierra mecánica.
—Bueno —dijo Lassalle, cuando se os pase, hacédmelo saber por Ballester —y con paso tranquilo salió del taller.
Casi inmediatamente resoné por dos veces un timbre que cubrió el estrépito del taller. Ballester, que acababa de sentarse para liar un cigarrillo, se levanté pesadamente y salió por la puerta del fondo. Después los martillos golpearon con menos fuerza y hasta uno de los obreros había suspendido su trabajo, cuando Ballester volvió. Desde la puerta dijo solamente:
—Marcou, Yvars, os llama el patrón.
El primer impulso de Yvars fue ir a lavarse las manos, pero Marcou le cogió por un brazo al pasar y él lo siguió cojeando.
Afuera, en el patio, la luz era tan fresca, tan liquida, que Yvars la sentía en el rostro y en los brazos desnudos. Subieron por la escalera exterior, bajo la madreselva, que empezaba ya a florecer. Cuando entraron en el pasillo con las paredes cubiertas de diplomas, oyeron un llanto de niño y la voz de la señora de Lassalle que decía:
—La acostarás después del almuerzo. Llamaremos al médico, si no se le pasa.
Luego el patrón apareció en el pasillo y les hizo entrar en el pequeño despacho que ellos ya conocían, con muebles de false estilo rustico y las paredes adornadas con trofeos deportivos.
—Siéntense —dijo Lassalle ocupando su lugar detrás del escritorio. Ellos permanecieron de pie-. Los hice venir —prosiguió—porque usted, Marcou, es el delegado, y tu, Yvars, mi empleado más antiguo después de Ballester. No quiero reanudar las discusiones que ya han terminado. No puedo, en modo alguno, darles Io que me piden. La cuestión está zanjada. Hemos llegado a la conclusión de que había que volver al trabajo. Veo que me guardan rencor y eso me resulta penoso. Les digo lo que siento. Sencillamente quiero agregar esto: Io que no puede hacer hoy, tal vez pueda hacerlo cuando los negocios se recuperen. Y si puedo hacerlo, lo haré aun antes de que ustedes me lo pidan. Mientras tanto, procuremos trabajar de acuerdo.
Se cayó, pareció reflexionar; luego alzó los ojos hacía ellos.
—¿Entonces?
Marcou miraba hacia afuera. Yvars, con los dientes apretados, quería hablar, pero no podía.
—Oigan —dijo Lassalle- ustedes se han obcecado.
Ya se les pasara; pero cuando hayan vuelto a ser razonables, no olviden lo que acabo de decirles.
Se levantó, se acercó a Marcou y le tendió la mano.
—¡Chao! —dijo.
Marcou se puso repentinamente pálido. Se le endureció el rostro de cantante que, por el espacio de un segundo, adquirió una expresión de maldad. Luego se volvió bruscamente y salió. Lassalle, también pálido, miró a Yvars, sin tenderle la mano.
—¡Váyanse a tomar por saco! —gritó.
Cuando volvieron al taller, los obreros estaban almorzando. Ballester había salido. Marcou dijo tan solo:
—Palabras.
Y volvió a su lugar de trabajo. Espósito dejó de morder su pan para preguntar qué habían respondido ellos.
Yvars dijo que no habían respondido nada. Luego se fue a buscar su morral y volvió para sentarse sobre el banco en que trabajaba. Comenzaba a comer cuando, no lejos de él, advirtió la presencia de Said, tumbado boca arriba sobre un montón de virutas, con la mirada perdida en los ventanales, azulados por un cielo ahora menos luminoso. Le pregunté si había terminado. Said le dijo que ya se había comido sus higos. Yvars dejó de comer. El malestar, que no le había abandonado desde la entrevista con Lassalle, desapareció de pronto para dejar lugar a un calor bienhechor. Se levanté, partió su pan y dijo, ante la negativa de Said, que la semana siguiente todo iría mejor.
—Entonces me invitarás tu —dijo. Said sonrió. Comenzó a masticar un trozo del bocadillo de Yvars, pero lentamente, como si no tuviera hambre.
Espósito tomo una cacerola vieja y encendió un fuego de virutas y madera. En él recalenté el café, que había llevado en una botella. Dijo que era un regalo para el taller que su tendero le había hecho cuando se enteró del fracaso de la huelga. Un vaso vacio de mostaza circuló de mano en mano. Cada vez Espósito vertía el café, ya azucarado. Said se lo trago con más gusto que el que había mostrado en comer. Espósito bebía el resto del café de la misma cacerola hirviente, haciendo restallar los labios y lanzando juramentos. En ese momento entró Ballester, para anunciar el retorno al trabajo.
Mientras ellos se levantaban, recogían los papeles y metían las tarteras en sus morrales, Ballester fue a colocarse en medio de ellos y dijo de pronto que era un golpe duro para todos, y para él también, pero que esa no era una razón para conducirse como críos, y que no se ganaba nada con refunfuñar. Espósito, con la cacerola en la mano, se volvió hacía él. De pronto se le había puesto rojo el rostro espeso y largo. Yvars sabía lo que iba a decir y que en ese momento todos pensaban lo mismo: que no refunfuñaban, que se les había cerrado la boca, que era lo tomas o lo dejas, y que la rabia y la impotencia duelen a veces tanto que ni siquiera se puede gritar. Ellos eran hombres; eso era todo, y no iban ahora a ponerse a hacer sonrisas y carantoñas. Pero Espósito no dijo nada de todo eso. Por fin, se le aclaró el rostro y dio un suave golpecito a Ballester en el hombro, mientras los otros volvían al trabajo. De nuevo resonaron los martillos, la gran nave se lleno del familiar estrépito, del olor a viruta y a las viejas ropas empapadas de sudor. La enorme sierra zumbaba y mordía la madera fresca de la duela que Espósito empujaba lentamente ante sí. En el lugar de la mordedura, saltaba un serrín mojado, que cubría como con una especie de ralladura de pan, las gruesas manos velludas firmemente apretadas sobre la madera, a cada lado de la rugiente hoja. Cuando la duela quedaba cortada, solo se oía elruido del motor.
Yvars sentía ahora, inclinado sobre la garlopa, las agujetas de la espalda. De ordinario, el cansancio llegaba algo mas tarde. Había perdido el entrenamiento durante aquellas semanas de inacción; era evidente. Pero también pensaba en la edad, que hace más duro el trabajo manual cuando ese trabajo no es de simple precisión. Aquellas agujetas le anunciaban también la vejez. Cuando intervienen los músculos el trabajo termina por hacerse una maldición, precede a la muerte, y en los días de grandes esfuerzos el sueño es justamente como la muerte. El chico quería ser maestro y tenía razón. Los que pronunciaban discursos sobre el trabajo manual no sabían de qué hablaban.
Cuando Yvars se irguió para recuperar la respiración y también para ahuyentar aquellos malos pensamientos, volvió a sonar el timbre. Sonaba insistentemente, pero de manera tan curiosa, con breves intervalos para hacerse luego oír imperiosamente, que los obreros dejaron de trabajar. Ballester escuchaba sorprendido, luego se decidió y se dirigió lentamente a la puerta. Había desaparecido hacía algunos segundos, cuando el timbre dejó por fin de sonar. Todos volvieron al trabajo. De nuevo, la puerta se abrió brutalmente y Ballester corrió hacía el vestuario. En seguida salió de él calzado con alpargatas y, mientras se ponía la chaqueta, dijo a Yvars al pasar:
—La niña tuvo un ataque. Voy a buscar a Germain.
Y se precipito hacía la puerta. El doctor Germain era el que atendía al personal del taller. Vivía en el barrio. Yvars repitió la noticia sin comentarios. Se habían reunido todos alrededor de él, confusos. Solo se oía el motor de la sierra mecánica, que giraba libremente.
—Quizá no sea nada —dijo uno de ellos. Volvieron a sus puestos. El taller se lleno de nuevo con sus ruidos habituales, pero los hombres trabajaban lentamente, como si esperaran algo.
Al cabo de un cuarto de hora, Ballester entró de nuevo, se quitó la chaqueta y sin decir palabra volvió a salir por la puerta pequeña. A través de los ventanales, la luz iba debilitándose. Un poco después, en los intervalos en que la sierra no mordía la madera, se oyó la sorda sirena de un coche ambulancia, primero lejana, luego más próxima, por fin presente, y ahora silenciosa. Al cabo de un rato volvió Ballester y todos se precipitaron hacía él. Espósito había detenido el motor. Ballester dijo que al desnudarse en su habitación, la niña había caído desplomada, como si la hubieran segado.
—¡Vaya! —dijo Marcou. Ballester meneo la cabeza e hizo un ademán vago hacía el taller; pero parecía conmovido. Se oyó de nuevo la sirena de la ambulancia. Estaban todos allí, en el taller silencioso, bajo las oleadas de luz amarilla que arrojaban los ventanales, con sus toscas manos inútiles que les pendían a lo largo de los viejos pantalones cubiertos de aserrín.
El resto de la tarde fue arrastrándose. Yvars no sentía más que su cansancio y la congoja de su corazón. Habría querido hablar, pero no tenía nada que decir y los otros tampoco. En sus rostros taciturnos se leía solo la pena y una especie de obstinación. A veces, en su interior se formaba palabra <
Iba vestido como en el momento de su primera visita, pero llevaba el pelo un poco revuelto. Se detuvo en el umbral, contempló el vasto taller vacio, dio algunos pasos, se detuvo un instante y miré hacía el vestuario. Espósito, todavía cubierto por su taparrabo, se volvió hacia él. Desnudo, cohibido, se balanceaba un poco, apoyándose en un pie y luego en el otro, Yvars pensó que le tocaba a Marcou decir algo, pero Marcou se mantenía invisible detrás de la lluvia de agua que lo rodeaba.
Espósito se apoderé de una camisa y se la estaba poniendo prestamente, cuando Lassalle dijo:
—Buenas tardes —con voz un poco desentonada, y se dirigió hacía la puerta del fondo. Cuando Yvars pensó que había que llamarlo, la puerta ya se había cerrado.
Entonces Yvars volvió a vestirse, sin lavarse, y también él dijo <
Cuando llegó a casa, el chico ya había vuelto de la escuela y estaba leyendo tebeos. Fernande pregunto a Yvars si todo había ido bien. El no dijo nada, se lavó en la pila y luego se sentó en el banco, contra la pared de la terraza. Por encima de él pendía ropa blanca remendada. El cielo se hacía transparente; mas allá de la pared, podía verse el mar suave de la tarde. Fernande Ie llevó el anís, dos vasos y el botijo de agua fresca. Luego se sentó junto al marido. Él le contó todo, mientras la tenía cogida de la mano, como en los primeros tiempos de su matrimonio. Cuando terminó, Yvars se quedó inmóvil, vuelto hacía el mar, donde bajaba ya, de un extremo a otro del horizonte, el rápido crepúsculo.
—¡Ah, el tiene La culpa!—dijo. Y hubiera querido ser joven y que Fernande también lo fuera, y entonces se habrían ido, al otro lado del mar.
sábado, 14 de septiembre de 2013
viernes, 6 de septiembre de 2013
LLEGA EN BICICLETA EL TOUR DEL CINE FRANCES A GUADALAJARA...
A partir de hoy llega, en bicicleta, a Guadalajara el Tour de Cine Francés, con una cartelera variada en géneros e historias para todos los públicos. Las sedes son el Cineforo de la UdeG y en las salas de Cinepolis,
Hay dos películas donde la bicicleta sale en acción: Camille Regresa (Camille Redouble) y Paseando con Moliére (Alceste à bicyclette). NO TE LAS PUEDES PERDER...
CAMILLE REGRESA (Camille Redouble)
8 y 9 de septiembre 16:00, 18:15 y 20:30 hrs. Cineforo UdeG
Sinopsis: Camille es una actriz de 40 años, alcohólica y a punto de divorciarse. Al despertar, tras una celebración de año nuevo, se da cuenta que ha regresado a la adolescencia. Pero cuando cumplió 16 años conoció al amor de su vida, se embarazó de su única hija y murió su madre. Ahora que sabe su destino, Camille tendrá una nueva oportunidad para corregir el rumbo de su vida.
Dirección: Noémie Lvovsky Reparto: Noémie Lvovsky, Samir Guesmi, Judith Chemla Guión: Noémie Lvovsky, Florence Seyvos, Pierre-Olivier Mattei, Maude Ameline Productores: Francis Boespflug, Philippe Carcassonne, Sidonie Dumas, Jean-Louis Livi, Constance Netter Producción: Francia, 2012 Duración: 115 min. Género: Comedia dramática
Premios y reconocimientos: Quincena de realizadores, Cannes, 2012: Premio SACD. Premios César, 2013: 13 nominaciones incluyendo Mejor película, Mejor director y Mejor actriz principal.
*****
PASEANDO CON MOLIÈRE (Alceste à bicyclette)
12 y 13 de septiembre 16:00, 18:05 y 20:10 hrs. CinerForo UdeG
Sinopsis: En la cima de su carrera artística, Serge Tanneur dejó definitivamente el mundo del espectáculo para mudarse a la Isla de Ré y vivir como ermitaño. Tres años más tarde, Gauthier Valence, un famoso actor de televisión, está planeando una producción de El misántropo de Molière y quiere ofrecerle a Serge el papel principal. Serge le propone a Gauthier cinco días de ensayo para saber si quiere participar. Los dos actores se miden y se desafían, compartiendo el placer de actuar juntos y las enormes ganas de pelearse, y todo parece indicar que Serge va a regresar al escenario.
Dirección: Philippe Le Guay Reparto: Fabrice Luchini, Lambert Wilson, Maya Sansa Guión: Philippe Le Guay, Fabrice Luchini Productor: Anne-Dominique Toussaint Producción: Francia, 2013 Duración: 104 min. Género: Comedia dramática
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